El factor estratégico en los orígenes de la Comunidad Europea


El factor estratégico en los orígenes de la Comunidad Europea
Los Estados Unidos y el proceso de integración europea entre el Plan Marshall y el Tratado de Roma[1]
                                                                    
Rubén Laufer
Revista de Historia Universal (Fac. de Filosofía y Letras, Univ. Nacional de Cuyo). Nº 9, marzo de 1998.



Introducción
  
Los procesos de integración regional -en particular el que intenta plasmar la Unión  Europea, el más avanzado y consolidado pese a sus avatares pasados y presentes- suelen ser presentados como resultado casi exclusivo de la eliminación acordada de barreras económicas, comerciales y financieras entre naciones. Se trata de una visión básicamente economicista, exenta de contradicciones fundamentales, o reducido el alcance de éstas a los beneficios o perjuicios económicos relativos que cada uno de los países involucrados pueda alcanzar en la mesa de negociaciones. Así, retomando los objetivos plante­ados por los mentores del proyecto unificador europeo en la segunda  posguerra, suelen destacarse las ventajas que deri­varán de la ampliación del mercado interior, del refuerzo de la eficiencia económica a través de la liberalización de las prácticas comerciales y de la supresión de barreras al movimiento de mercancías, capita­les y hombres, de la coordinación de políticas productivas y de legislaciones laborales y sociales, etc. 
Esta visión impregna también el análisis cuando se proyecta hacia el pasado -hacia los antecedentes históricos del movimiento integracionista- enfocando el análisis casi exclusivamente en los aspectos económicos entre aquéllos que inspiraron desde antes de la segunda Guerra Mundial a buena parte de la dirigencia política del Viejo Continente la búsqueda del camino de la integración.
Como consecuencia de este sesgo unilate­ral, se pierde de vista la vinculación y la influencia recíproca que liga a esos factores con los aspectos políticos y estratégicos que dieron impulso u obstaculizaron la perspectiva de la unificación económica y política de los estados eurooccidentales. Aspectos éstos decisivos en momentos en que la Guerra Fría escindía el mundo en dos bloques antagónicos, y en un período durante el cual el vínculo de asociación subordi­nada de la mayoría de los países europeos hacia los Estados Unidos iría -en el curso de algo más de una década y en medida proporcional al éxito de la reconstrucción económica de Europa occidental de los estragos del conflicto bélico- desplazando sus acentos hacia una creciente competencia y aún rivalidad por los mercados comerciales y de inversión.
Esa visión unilateral supone una concepción mecanicista del propio proceso económico, al que se abstrae de los componentes políticos que son vertebrales al proceso de acumulación capitalista en la etapa histórica vigente desde fines del siglo XIX y que en las relaciones internacionales se manifiestan -en forma compleja y de modo no lineal- a través de las valoraciones estratégicas de los estados.
El presente trabajo se propone, centralmente, analizar las consideraciones estratégicas que hicieron del respaldo al proceso integracionista europeo un lineamiento central de la política exterior norteamericana; línea que supuso convergencia y a la vez contradicción con las razones que impulsaron la iniciativa comunitaria de los seis países que en 1957 suscribieron el Tratado de Roma.


1.- La Comunidad Europea del Carbón y el Acero: ¿libertad de mercados o pool para la defensa?
  
El proceso que con­duciría a la unificación de Europa occidental tuvo como hitos principales la formación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) en 1950; el proyecto de una Comuni­dad Europea de Defensa, originado en 1952 y frus­trado dos años más tarde; y los Tratados de Roma de 1957 que dieron origen a la Comunidad Económica Europea (CEE) y al Euratom (la asociación de "los Seis" en la investigación y producción de energía nuclear). Cada una de esas etapas estuvo fuertemente condicionada por la evolución de la situación internacional en los marcos de la Guerra Fría, por la necesidad de restañar las heridas dejadas por la guerra mundial y reconstituir los lazos históricos y económicos entre las naciones europeas, y por la compleja relación entre los países europeo-occidentales y los Estados Unidos.
Cuando en 1950 se dio curso al plan del ministro francés del Exterior, Robert Schuman, para conformar un mercado común de las industrias europeas del carbón, el hierro y el acero, la Guerra Fría precipitaba cambios fundamentales en el escenario estra­tégico mundial. Los requerimientos de la defensa occidental eran entonces precipitados por un clima político internacional que presa­giaba nuevas confrontaciones, cuya línea de fractura pasaba ahora entre el Este socialista y el Oeste capitalista. En la percepción de los dirigentes occidentales esta amenaza tomaba cuerpo con los avances de la lucha social en los países europeos[2] y del movimiento nacionalista y anticolonialista en el sudeste asiático, en Africa y en América Latina, en particular con el triunfo en 1949 de la revolución china y, en 1950, con el estallido de la guerra de Corea.
Una Europa capaz de autosostenerse económicamente, fuerte como para hacer frente a la "amenaza comunista", era desde 1945 un principio básico de la política exterior norteamericana. En lo inmediato, ello contribuiría a disminuir los gas­tos norteamericanos en defensa, pero también era parte de los intereses estratégicos de los Estados Uni­dos en el largo plazo. Habida cuenta de la devastación de la que Europa occidental estaba emergiendo, la perspectiva de que su unificación diera paso a un compe­tidor temible de los Estados Unidos en el mercado mundial no se avizoraba próxima. En cam­bio se per­cibía como una amenaza real la creciente influencia ideológica y política y el poderío militar de Moscú. Por eso, Washington apoyó sistemáticamente el movimiento europeo hacia la integración, y trató de que los británicos no permanecieran al margen del proceso constitutivo de la CEE[3].
El conflicto bélico coreano introdujo un punto de inflexión en la política de los Estados Unidos hacia Europa. El eje de esa política se reorientó gradualmente del apoyo a la reconstrucción económica -orientado desde el Programa de Recuperación Económica y el Plan Marshall- hacia el rearme. La estrategia nortea­mericana de "contención" del comunismo durante los últimos años de la administración Truman centró la política de defensa de "Occidente" en el desarrollo de las fuerzas militares convencionales de los Estados Unidos y de las potencias europeooccidentales. El do­cumento del National Security Council conocido como NSC-68, de 1950, generalizó la estrategia de
"aumentar tan rápidamente como sea posible nuestra fuerza aérea, terrestre y marítima y la de nuestros aliados, hasta el punto de no depender tanto de las armas atómicas"[4].

Pero este programa implica­ba triplicar el presupuesto anual norteamericano de defensa. La perspectiva de una sangría tan enorme -corporizada después en la guerra coreana- estuvo en la base de la política de Truman de trasladar el centro de la responsabilidad de la defensa europea hacia los propios países del Viejo Continente. La decisión norteamericana de respaldar la integración de las industrias básicas de Francia, Alemania occidental, Holanda, Bélgica y Luxemburgo encuadraba, así, en la necesidad de Washington de asociar a Europa a la infraestructura defensiva de Occidente. En 1948 Truman había saludado calurosamente la firma del Tratado de Bruselas en­tre el Reino Unido, Francia y los países del Benelux. El go­bierno demócrata enfatizó luego esta orientación en los umbrales de la guerra de Corea:
"El principal centro de nuestra actividad en este momento debe ser Europa... -dijo el Secretario de Estado Dean Acheson en mayo de 1950-. Si algo ocurre en Europa Occidental, todo el asunto se hará pedazos, y por lo tanto nuestro principal esfuerzo debe concentrarse en la construcción de las defensas, en la construcción de la fuerza económica de Europa Occidental"[5].

En referencia a aquel período, el más tarde Secretario de Estado del gobierno Nixon, Henry Kissinger, destacaría también la convergencia entre los objetivos y el concepto de integración europea que inspiraba a los norteamericanos y el que apadrinaban "europeos sensatos" como Jean Monnet, Robert Schumann, Alcide De Gasperi, Konrad Adenauer y Paul Henry Spaak:
"Todas las administraciones norteamericanas de posguerra habían apoyado la idea de la unidad política europea basada en instituciones federales supranacionales. Solamente una Europa federal, se creía, podría terminar con las guerras europeas, constituirse en un contrapeso efectivo para la URSS, unir indisolublemente a Alemania con occidente, actuar como socio e igual frente a Estados Unidos y compartir con nosotros las cargas y obligaciones del liderazgo mundial"[6].

En el conflictivo marco de la Guerra Fría, la óptica norteamericana asignaba a la reconstrucción económica de Europa una íntima vinculación con la capacidad militar de Occidente.
Poco después de anunciado en 1950 el plan para constituir un cártel europeo del carbón y del acero (CECA) tuvo lugar en Londres una reunión de los países del Pacto del Atlántico, en la que se acordó intensificar la producción de municiones en los centros in­dustriales de Europa occidental. Según el Business Week, el Plan Schuman proporcionaría
"una adecuada capacidad de producción de acero, dentro del pool, para proveer a Europa occidental la mayor parte de las armas necesarias"[7].

De tal modo, la CECA era vista centralmente como un instrumento de la movilización económica de Europa occidental para la guerra. De hecho la abolición de los derechos aduaneros y de las cuotas sobre las exportaciones recíprocas de acero y carbón entre los seis países, más que a con­formar un mercado competitivo de las industrias europeas de base,  tendía a reunir a éstas en un pool[8] de producciones de importancia estratégica con fuerte presencia del capital norteamericano y estrechamente ligado en lo inmediato a los fines de la defensa occidental[9].
En el mismo sentido -coincidentemente con el estallido de la guerra en Corea- fueron redefiniéndose los objetivos del Plan Marshall y la posición de los "aliados" frente a la "cuestión alemana". A mediados de 1950, y pese a la sanción ese mismo año de la ley germanooccidental prohibiendo el rearme, era ya pública la intención de utilizar las fábricas alemanas como principales proveedoras europeas de equipo militar para las fuerzas de la OTAN. El 12 de octubre el New York Times señalaba que
"Los funcionarios del Plan Marshall, en colaboración con el gobierno de Bonn, desplazan el esfuerzo de rehabilitación hacia un franco programa de sincronización de la economía germanooccidental a las necesidades de la defensa de Europa occidental"[10].

Desde el punto de vista de las potencias capitalistas occidentales, el control impuesto a los grandes consorcios alemanes -que habían sido la base del militarismo y el expansionismo germanos- y la partición del país derivados del acuerdo de Potsdam contribuirían a reducir a Alemania a una condición subordinada y, en última instancia, a debilitar la competencia de un poderoso rival imperialista. Pero la alianza contra el Eje nazi-fascista no suponía comunidad de miras entre los aliados. Mientras Washington trabajó por la reconstrucción económica y la organización estatal de las tres zonas occidentales de ocupación en Alemania (norteamericana, francesa y británica), París -a instancias del gral. De Gaulle- insistió en su propio proyecto, centrado en separar del país vecino las regiones de Renania, el Ruhr y el Sarre. Con ello aspiraba a asegurar el abastecimiento francés de carbón y el debilitamiento del potencial económico germano. El gobierno francés -como por otras razones el soviético- se opuso de inicio también a sumarse al acuerdo que fusionó las zonas estadounidense y británica en una "Bizona" que se convertiría, hacia comienzos de 1948, en la piedra angular de la República Federal[11].
La diplomacia norteamericana ponía el acento en restablecer la unidad y el poderío económico de Alemania. La alianza germano-norteamericana sería eje de un bloque occidental bajo la égida de los Estados Unidos:
"La política básica de los Estados Unidos respecto de Alemania -destacaba en abril de 1951 el Alto Comisionado norteamericano para ese país, John McCloy- ha sido ayudar a crear una nación fuerte, pacífica y democrática que podría integrarse, sobre bases de completa igualdad, en la Comunidad de Europa occidental. La participación alemana en el Plan Schuman es un largo paso hacia esa meta"[12].

En cambio los franceses enfatizaban nítidamente el carácter europeo y supranacional que asignaban a las instituciones proyectadas, lo que se concretaba en su iniciativa para la Comunidad Europea del Carbón y el Acero. Fue sobre esta base que París aceptaría la eliminación de los controles y las limitaciones a la industria pesada alemana. Aunque la aspiración francesa a un rol internacional relevante estaba seriamente condicionada por el hecho de ser uno de los principales destinatarios del Plan Marshall, la asociación planteada en la CECA mostraba la existencia en los países europeos de fuertes corrientes partidarias de limitar los lazos de dependencia política hacia los Estados Unidos.
La guerra de Corea dio nuevo impulso a la política norteamericana de rearme de Alemania -pese a las reiteradas propuestas soviéticas de negociar un tratado de paz en base a la reunificación del país y la retirada de todas las fuerzas de ocupación- y aceleró la integración occidental de la RFA. El canciller Adenauer formuló a fines de 1950 la línea de "contribución alemana" a la defensa de occidente, no sin generar contradicciones en su propia coalición gubernamental: en disidencia con la oferta renunció a su cargo el ministro de Interior, Gustav Heinemann, lo que revelaba la existencia también en Alemania -aún bajo el fardo de las imposiciones de guerra y en las condiciones de la ocupación mili­tar aliada- de tendencias reticentes a aceptar una alianza en condiciones de completa subordinación a las políticas de Washington.



2.- El fracaso de la Comunidad Europea de Defensa: "atlantistas", "europeístas", "autonomistas"


El Plan Pleven, formulado en 1950 y dirigido a coordinar las fuerzas y los programas militares de los seis países de la CECA mediante el establecimiento de una Comunidad Europea de Defensa (CED), se originó como reacción francesa a las iniciativas de Washington para el rearme de Alemania occidental. Aunque retomaba la propuesta de Churchill de constituir un ejército europeo con participación de contingentes alemanes, el proyecto francés tendía a establecer un fuerte control sobre los alcances de la remilitarización germana[13]. En la iniciativa de Pleven, el proyecto de la CED contestaba también el enfoque norteamericano dirigido a incluir a las naciones eurooccidentales en la red defensiva estructurada alrededor de la OTAN y de los numerosos pactos de seguridad regional que estaban gestándose a impulso de los Estados Unidos.
Si bien el tratado de la Comunidad Europea de Defensa entre los seis estados integrantes de la CECA llegó a suscribirse -en mayo de 1952-, en la misma Francia emergieron fuertes contradicciones relativas al tipo de vinculación que la organización defensiva europea mantendría con la OTAN. ¿Debería -como propugnaba Washington- quedar incluida dentro del organigrama y del marco operacional de la alianza atlántica, en la que los Estados Unidos detentaban una preeminencia incontestable, o actuar por el contrario con independencia y en función de estrategias propias?
La política norteamericana -urgida entre otras cosas por la necesidad de reducir el gasto militar- se orientaba a que las naciones europeas asumieran una parte proporcionalmente mayor en el plano no sólo de la defensa continental, sino también de la defensa del "mundo occidental". Ello suponía ampliar la "contribu­ción" de Alemania occidental a la defensa europea en el marco de una estructura militar integrada a la OTAN, paneuropea y, en lo posible, supranacional, como medio de control sobre la RFA y, al mismo tiempo, de superar las resistencias nacionales europeas y en particular francesas tanto al rearme germano como a la hegemonía militar estadounidense. Con ese objetivo combinó la presión diplomática con el estímulo al rearme y con el apoyo a la política colonialista de las potencias europeas. La misma reunión del Consejo de la OTAN que instó a la rápida ratificación del Tratado de la CED (el 17 de diciembre de 1952) emitió una resolución en la que el Consejo expresa
"su sincera admiración por la valiente y prolongada lucha de las fuerzas francesas y los ejércitos de los Estados Asociados contra la agresión comunista [en Indochina]; reconoce que la resistencia de las naciones libres en el Sudeste asiático, como en Corea, concuerda plenamente con los objetivos y los ideales de la Comunidad Atlántica; y conviene, por lo tanto, en que la campaña que libran las fuerzas de la Unión Francesa en Indochina merece el continuo apoyo de los gobiernos de la OTAN"[14].

La declaración parecía dirigida a atemperar las divergencias que respecto de las estrategias de la organización atlántica manifestaban algunos dirigentes europeos, en primer lugar sus prevenciones frente al riesgo de una generalización del conflicto coreano.
Esas divergencias se hicieron sentir agudamente durante el período de los debates parlamentarios en París para la ratificación del acuerdo. Este debate, a su vez, se superpuso con la intensa polémica entre los partidarios de una estructura federalista o confederalista para la Comunidad Política Europea en gestación, cuya cristalización dependía de la ratificación del tratado de la comunidad defensiva. La mayor o menor resignación de soberanía en instituciones supranacionales por parte de los estados europeos en el terreno de la seguridad militar se vinculaba así estrechamente con el grado de cohesión política que sería capaz de exhibir una potencial Europa unida dentro del campo occidental, particularmente en sus relaciones con los Estados Unidos.
En marzo de 1953 la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa consideró un borrador de Estatuto para una Comunidad Política Europea. En setiembre, la Asamblea debatió los linea­mientos de una política exterior europea común y adoptó una moción en favor de la organización colectiva de la defensa europea, al tiempo que ofrecía a la Unión Soviética un pacto de no agresión (en febrero se había producido la muerte de Stalin en la URSS)[15]. El ofrecimiento implicaba, obviamente, una percepción distinta a la de los estrategas norteamericanos sobre los acontecimientos soviéticos y su posible evolución.
La realización de la Comunidad Política Europea habría sido un punto nodal en el desarrollo del movimiento hacia la integración europea. Pero el rearme de la RFA con el abierto apoyo norteamericano, así como la insistencia germana en una rápida reunificación con la parte oriental y su nunca desmentida aspira­ción a recuperar también los territorios perdidos al este de la línea Oder-Neisse, aumentaron la reticencia que ya exhibían diversos sectores políticos de Francia a ratificar la CED.
Washington aumentó su presión, de modo más insistente a medida que se hacían más visibles las resistencias en Europa. El presidente norteame­ricano tomó personalmente cartas en la cuestión. En su men­saje del 16 de abril de 1954 a los primeros ministros de los seis países de la CED, Eisenhower subrayó que la Comunidad Europea de Defensa debería formar
"parte integral de la Comunidad Atlántica... Los Estados Unidos confían en que, con estos principios en mente, las naciones europeooccidentales interesadas procederán más que prestamente a desarrollar la Comunidad Europea mediante la ratificación del Tratado de la Comunidad Europea de Defensa"[16].

El mensaje de Eisenhower sugería que la CED, de acuerdo a los intereses básicos de seguridad de los Estados Unidos, debería funcionar no sólo con objetivos coyunturales de disuasión frente a la "agresión comunista", sino como una asociación duradera que, bajo la fiscalización de la alianza atlántica, sirviera también como fundamento de la comunidad política de la Europa occidental.
Pero tales axiomas de la estrategia norteamericana entraban en colisión abierta con las aspiraciones de una parte de los dirigentes europeos, encabezados por el gobierno francés. En agosto de 1954 Francia presentó un borrador de protocolo sobre la implementación de la CED. Allí, aunque invo­caban los estrechos lazos de unidad entre la CED y la OTAN, los franceses subrayaban el carácter exclusivamente defensivo de la CED y propugnaban una aplicación descentralizada y compartida del tratado. El artículo 1º del proyecto francés enfatizaba que
"Todas las decisiones relativas a la política de defensa y que puedan afectar a la Comunidad Europea, principalmente aquéllas referidas a la utilización de las fuerzas europeas, deberán ser adoptadas unánimemente por el Consejo del Atlántico Norte conjuntamente con el Consejo de la Comunidad Europea de Defensa"[17].

Las diferencias acerca del grado de autonomía de que gozaría la defensa europea respecto de la OTAN se tornaron así irreconciliables. En el mismo mes de agosto, el tratado de la CED fue rechazado por la Asamblea Nacional francesa -en base a la convergencia a la que habían arribado, desde distintos puntos de vista, las bancadas gaullista y comunista-, frustrando con ello el proyecto de una Comunidad Política Europea, pero también y en primer lugar los planes de Washington.
Si bien, a poco de sancionado el fracaso de la CED, el Tratado de París de octubre de 1954 constituyó la Unión Europea Occidental (UEO) -organización defensiva europea encuadrada en la OTAN y conformada en base a contingentes nacionales de Gran Bretaña, la RFA, el Benelux, Italia y Francia- ello requirió una renovada ofensiva norteamericana en favor de un mayor compromiso de Europa en la defensa hemisférica[18].
El grado de confrontación alcanzado entre los proyectos norteamericano y francés para la CED comenzaba a evidenciar que el debilitamiento global con que los países europeooccidentales habían emergido del conflicto bélico no significaba su reducción a una condición neocolonial respecto a los Estados Unidos. Aunque relegadas a un plano secundario, se trataba de potencias capitalistas desarrolladas que conservaban valiosos recursos infraestructurales y humanos que serían la base de su reconstrucción económica. Ello fue lo que desde 1945 convenció a los sucesivos gobiernos norteamericanos de la necesidad -y la inevitabilidad- de contar con Europa para la reconstitución del cuerpo económico y del tramado defensivo de occidente en la confrontación con el "Este". Pero fue también lo que permitió en las naciones del occidente europeo la gestación y desarrollo de tendencias hacia una cada vez mayor autonomía respecto de las dos potencias que encabezaban los bloques enfrentados en la Guerra Fría, en particular de los Estados Unidos, de cuyo  respaldo económico, así como de su "paraguas" militar, habían dependido tan marcadamente.



3.- La Comunidad Económica Europea y un marco mundial transformado


Durante los últimos años de la administración Truman, y especialmente a partir de la llegada al gobierno de Eisenhower-Du­lles en 1953, las grandes líneas de la política norteameri­cana hacia Europa permanecieron constantes: impulso a la integración europea; estímulo a la forma supranacional de integración; reticencia hacia la conformación paralela de la Asociación Europea de Libre Comercio que Londres impulsaba, hasta desembocar finalmente en el concepto kennediano de Asociación Atlántica.
Sus tácticas debieron en cambio ser ajustadas a las nuevas realidades mundiales emergentes. La creciente consolidación económica de las naciones europeas y su resistencia -en primer lugar la de Francia- a la hegemonía norteamericana les permitió ganar la iniciativa y re­legar gradualmente a los Estados Unidos a un rol de apoyatura de un proyecto cuyo impulso radicaba cada vez más en intereses estratégicos de las propias naciones europeas.
En la segunda mitad de la década de los '50, la posición relativa de los Estados Unidos como primera potencia económica mundial resentía ya los efectos de la rápida recuperación de los países de Europa occidental durante la primera década de posguerra. Dentro del cuadro de su relativo retraso económico, estaba teniendo lugar en las potencias europeas un veloz proceso de reconstitución de su tejido productivo y social. La "escasez de dólares" que caracterizó a la primera década de posguerra ya mostraba signo contrario en 1957; por entonces la balanza de pagos estadounidense comenzó a ser deficitaria a causa, por un lado, de las inversiones privadas en el extranjero y de la abundante ayuda económica y militar norteamericana a países del Lejano Oriente, de Africa y de América del Sur, y por el otro de la recuperación de los países de Europa occidental, los cuales reconquistaban aceleradamente sus mercados exteriores. Estos países, así como el Japón, habían pasado a competir con los Estados Unidos en su calidad de productores y exportadores de alimentos y de productos industriales, y comenzaban a irrumpir en el escenario internacional también como proveedores de capital a terceros países.
En ese período, la participación estadounidense en la producción industrial mundial disminuyó del 51,2 al 43,8%, y su parte en las exportaciones mundiales de productos manufacturados cayó también, del 21,7 al 18,7%. En sentido inverso, la participación de Europa occidental en el total de esas exportaciones salta del 35 al 46%, siendo el caso más notorio el de Alemania Federal, que casi triplica sus exportaciones industriales (del 6,1 al 16,9%). En Francia, cumplidos ya los objetivos de reconstrucción del primer plan delineado por Monnet (1947-1952) centrado en la reinstalación de las industrias de base, los objetivos planteados en el nuevo plan de 1954-57 (25% de aumento en el producto nacional y 30% en la producción industrial) habían sido superados con cifras de 30 y 46% respectivamente[19].
Sobre este trasfondo, desde ángulos diversos, en varias naciones de Europa occidental recibieron impulso renovado la idea y los objetivos integracionistas que algunos líderes continentales habían esbozado en la década de 1920, luego renacidos a iniciativa de Jean Monnet cuando ya Stalingrado permitía avizorar el desemboque final de la segunda gran gue­rra del siglo[20]. La rehabilitación económica y social lograda daba ahora mayores visos de realidad a la consolidación de un mercado interno ampliado mediante la integración económica, y a la expansión sobre esa base de los consorcios europeos. Y, con ello, abría paso a la reafirmación de un papel protagónico de Europa en el escenario internacional.
En este proceso, Gran Bretaña constituyó un caso particular. El fuerte debilitamiento de su economía y la pérdida de autonomía internacional durante el propio transcurso de la guerra obligó a los gobiernos británicos (el conservador de Churchill, el laborista de Attlee, y los nuevamente conservadores de Churchill y Eden) a aceptar las imposiciones norteamericanas sobre libre convertibilidad de la libra y comercio abierto como condición para acceder a los créditos, pese a los esfuerzos británicos por conservar la preferencia imperial[21]. Los ingleses debieron iniciar el desmantelamiento de su vasto imperio colonial.
Washington formuló insistentes recomendaciones para que el Reino Unido formara parte del proyecto integracionista europeo. Sin embargo, en Londres predominó una óptica nacionalista: el temor a la hegemonía industrial alemana en la Europa continental[22], la necesidad de salvaguardar las estrechas relaciones económicas, políticas y culturales con la Commonwealth y la resistencia a delegar facultades de soberanía en instituciones supranacionales fueron constantes fundamentales entre las razones de la actitud vacilante de Inglaterra frente al proceso europeo de integración.
Por un lado, la dependencia financiera respecto a Estados Unidos imponía a Londres la conveniencia de no contravenir frontalmente el interés estadounidense por una integración europea con participación del Reino Unido, que por sus antiguos lazos políticos y culturales con Washington podría ejercer de "puente" entre Estados Unidos y el bloque europeo en gestación. Pero por el otro, las tres cuartas partes del comercio inglés se efectuaba con países extraeuropeos y la mitad con países de la comunidad británica, mientras que sus vínculos económicos con el continente eran débiles.
Ambos motivos confluyeron en la negativa de Londres a participar en la CECA -casi en el mismo momento en que el gobierno laborista establecía la nacionalización de la industria del hierro y del acero-, y en la frustrada Comunidad Europea de Defensa, pese a que el gobierno de Attlee arbitró un intensivo plan armamentista para contribuir con la guerra norteamericana en Corea. Y ambas constantes volverían a manifestarse con motivo de las negociaciones previas a la firma del Tratado de Roma para constituir la CEE, en 1955.
En cuanto a la alianza norteamericano-británica, hacia 1950 asumía para el Imperio ribetes de verdadera dependencia:
"El hábito de colaboración que el Consejo del Atlántico puede estimular podría llevar, con el tiempo, por lo menos al grado de unidad y comprensión que predomina dentro de la Comunidad británica de naciones y que, en fin de cuentas, no es nada despreciable" (The Economist, 29/4/1950)[23].

La cáustica observación de la revista conservadora británica sugería que el Reino Unido había sido subsumido a una especie de "comunidad norteamericana de naciones", con mayor independencia que la que tenía la India en el antiguo imperio británico, pero probablemente con menos que la que en el mismo gozaba Australia.

La Conferencia de Messina entre los países de la CECA (junio de 1955) fijó el objetivo de establecer un mercado europeo común, libre de tasas aduaneras y de restricciones cuantitativas, a la vez que particularizó su interés por el desarrollo común de la energía atómica.
Washington reafirmó su respaldo a la iniciativa unificadora, pero sin perder de vista su primordial interés estratégico por vincular orgánicamente a la Europa unida con la organización atlántica. En abril de 1956 el Secretario de Estado Dulles dejaba traslucir la preocupación de fondo que seguía abrigando la administración Eisenhower:
"Creemos en la estrecha integración de algunos países europeooccidentales, como los representados en la Comunidad del Carbón y el Acero... Esa integración europea y el desarrollo de la OTAN son procesos complementarios, y no mutuamente excluyentes"[24].


3.1.- Los múltiples usos de la energía nuclear: el EURATOM


La cuestión de la asociación atómica constituyó un capítulo particular de las ópticas divergentes con que consideraban la integración europea los dirigentes norteamericanos y los propios europeos. Sobre el trasfondo de la agudización de la Guerra Fría con la Unión Soviética -y de los riesgos que para la vital provisión energética del mundo occidental entrañaba la emergencia del nacionalismo en los países coloniales y dependientes, particularmente del nacionalismo árabe en el Oriente Medio- los norteamericanos estimularon la constitución de un organismo supranacional europeo destinado a la investigación y producción de la energía atómica. Los acrecentados requerimientos de la "defensa" de Occidente y las dificultades de su balanza de pagos planteaban a los Estados Unidos la necesidad de compartir las cargas con sus aliados europeos, a los que pretendían asignar el rol de respaldo logístico del desarrollo propiamente nuclear que reservaban para sí mismos:
"...mientras los soviéticos sigan acumulando armamentos, corresponde que nosotros tengamos los nuestros -decía Foster Dulles en un informe radiotelevisivo, en los últimos días de diciembre de 1957-. Y si vamos a tenerlos, deberíamos hacerlo del modo más práctico posible... [la] decisión adoptada por el Consejo de la OTAN es usar en mayor medida la capacidad de nuestros aliados europeos de producir modernos sistemas de lanzamiento de armas. La parte nuclear de las cabezas continuará por bastante tiempo -por una simple cuestión de eficiencia y economía- siendo hecha principalmente por los Estados Unidos. Pero las armas en sí, incluyendo los misiles balísticos de alcance intermedio, pueden llegar a ser útilmente manufacturados en Europa Occidental. De este modo las grandes capacidades científicas, tecnológicas e industriales de nuestros aliados europeos pueden coordinarse con las nuestras para abastecer más efectivamente a los arsenales defensivos del mundo libre"[25].

El acuerdo aprobado en París por el Consejo del Atlántico Norte en marzo de 1955 traducía con claridad el objetivo norteamericano de condicionar a sus aliados -mediante el retaceo de los conocimientos adquiridos en lo referente a tecnología atómica- a los lineamientos de la estrategia norteamericana en el campo de la defensa nuclear[26]. El documento disponía en su primer artículo que, en función de la preparación necesaria para afrontar las contingencias de la guerra nuclear, los Estados Unidos pondrían periódicamente a disposición de la OTAN para el desarrollo de los planes de defensa la información atómica "que el gobierno de los Estados Unidos de América considere necesaria".
En febrero de 1957, ya en vísperas de la firma del Tratado de Roma, el gobierno norteamericano insistió en su punto de vista de que la Comunidad de Energía Atómica (EURATOM) sirviera para establecer "una relación particularmente estrecha con los Estados Unidos en el campo de la energía nuclear"[27]. Sobre el trasfondo de la vulnerabilidad europea en materia energética que el conflicto de Suez del año anterior había revelado, amenazando el aprovisionamiento petrolero del continente[28], Washington reconocía la importancia económica que para Europa había adquirido la energía nuclear, pero al mismo tiempo subrayaba su inquietud por obtener seguridades políticas sobre los alcances del uso de la misma por los países europeos:
"La disponibilidad y costo de la energía se ha tornado un factor limitante del crecimiento de la fuerza económica y del bienestar de Europa... [El Euratom] movilizaría en Europa los recursos técnicos e industriales necesarios y proveería una entidad política capaz de proveer las salvaguardias adecuadas y de establecer compromisos amplios y prácticos con el gobierno de los Estados Unidos"[29].

En contrapartida de las salvaguardias y compromisos que se exigía a las naciones europeas, Francia reclamó el derecho de mantener su programa de investigación armamentística fuera de los mecanismos de control del Euratom. La creación de este organismo reunió así intereses contradictorios: a los objetivos norteamericanos se contraponía la aspiración de un sector de las clases dirigentes europeas a aunar esfuerzos en pos de una mayor autonomía en el campo de la energía nuclear, liberándose de la tutela estadounidense; pero también la aspiración nacionalista de algunas de las potencias continentales a un papel militar preponderante en la Europa en vías de integración. La misma Francia, que en 1960 haría su primer ensayo atómico propio, sería el caso más notorio.


3.2.- Europa en crecimiento: librecambismo con proteccionismo


Desde el punto de vista económico, Washington centraba su interés en que la CEE se integrara al comercio mundial sobre bases multilaterales y no discriminatorias, y esta preocupación se acentuó en la medida en que crecía el deterioro de la balanza de pagos norteamericana. En el período anterior, la discriminación contra las exportaciones estadounidenses y toda una red de acuerdos bilaterales habían sido aceptados como precio inevitable de la reconstrucción de Europa. Pero algo más de una década después de finalizada la guerra, se evidenciaba la desigualdad del ritmo de desarrollo que habían experimentado las distintas potencias de Occidente.
En la inmediata posguerra, al tiempo que contribuía a fortalecer los sectores industriales europeos considerados estratégicos para la defensa, el gobierno norteamericano orientó su accionar -y el de las instituciones del Plan Marshall- en la perspectiva de abrir paso al ingreso de sus propios productos y capitales en el mercado europeo occidental.
Sin embargo, antes y durante la efectivización del Plan de Recuperación Económica, los dirigentes norteamericanos insistieron en la necesidad de que Europa superara la "brecha dólar" como condición para que pudiera alcanzar la autosuficiencia financiera sin ayuda exterior. Algunos funcionarios de la administración Truman como el director de la ECA, Hoffman, consideraban que las importaciones europeas de productos norteamericanos como car­bón, cereales y maquinaria eran anormalmente altas. Su preo­cupación principal era que los países de Europa lograran ace­leradamente reconstituir su capacidad de compra y de pago en moneda norteamericana. Hoffman entendía imprescindible, a fin de recomponer las reservas europeas en dóla­res, que las naciones del Viejo Continente redujeran sus requerimientos de importación de bienes-dólar erigiendo nuevas fuentes de aprovisionamiento en Europa misma -visión que se correspondía con la de muchos líderes europeos- y, fundamentalmente, que los Estados Unidos vendieran menos productos a, y compraran más de, Europa. Pero él mismo era consciente de la profunda contradicción que su propuesta implicaba para las corporaciones norteamericanas -y para las rela­ciones de éstas con el gobierno. "Hay poco atractivo en semejante programa", admitía en febrero de 1950 el mismo Hoffman, quien dos meses más tarde presentó su dimisión[30], reflejando la intensa presión de los intereses de la industria exportadora norteamericana.
Como bien apunta Niveau,
"Las grandes declaraciones de principios en favor del liberalismo y del comercio multilateral sin discriminación se referían a los intereses de la economía dominante tanto como a los fundamentos de la doctrina. Es muy raro que una doctrina económica inspiradora de una política no sea, en primer lugar, un medio de defensa del interés nacional"[31].

Aunque los Estados Unidos seguirían predicando públicamente el multilateralismo sobre las bases determinadas en Bretton Woods, en la práctica Washington debió aceptar que la liberalización económica quedara circunscripta al interior de "bloques determinados" y, en el caso del continente europeo, al objetivo más restringido de su recuperación e integración[32].
Pero al promediar la segunda mitad de los '50, la crítica posición de pagos de los Estados Unidos y los pesados efectos del gasto militar sobre su economía empujaban a Washington a reclamar con renovada fuerza que la consolidación ya lograda de las economías europeas cristalizara en el rápido avance hacia la liberalización comercial, particularmente en lo referente a la apertura de ese mercado a los productos agrícolas norteamericanos.
"Algunos aspectos de los acuerdos del mercado común serán de particular interés para el gobierno de los Estados Unidos: los relativos a la agricultura, aquéllos que se vinculan con la liberalización de los controles de importación que afectan a los bienes-dólar... El mercado europeo es importante para las exportaciones agrícolas de los Estados Unidos, y por consiguiente desearemos estudiar cuidadosamente el posible impacto del acuerdo de mercado común sobre ellas"[33].

Era comprensible entonces la preocupación de Washington por la insistencia francesa en las sucesivas rondas del GATT por excluir de los mecanismos liberalizadores a la agricultura. En marcha en Francia el 2º Plan económico (1954-57), orientado a una producción más intensiva de bienes de consumo, e incapaz ya el país de soportar la carga financiera de las guerras coloniales de Indochina y de Argelia, los gobiernos franceses pusieron buen cuidado en impedir la apertura de su mercado agrícola[34].
La reticencia a la completa liberalización comercial no se limitaba a los franceses. Las negociaciones del GATT durante los '50 quedaron restringidas a acuerdos producto-a-producto en las tarifas nacionales, y la creación de subgrupos regionales en la Europa occidental acentuó la inquietud de los Estados Unidos respecto a los posibles efectos discriminatorios hacia su comercio de exportación al continente. Recién en 1959, restablecida ya la convertibilidad de las monedas europeas, los países de la CEE se avendrían a eliminar la mayor parte de las restricciones, y todavía en la llamada Ronda Kennedy (1964-67) esa liberalización quedaría limitada al comercio de productos no agrícolas[35].
Así, se evidenciaba la existencia de unicidad y a la vez contradicción entre el acuciante interés económico norteamericano por el establecimiento de un sistema comercial no discriminatorio a nivel global, y la necesidad política de los Estados Unidos de efectuar concesiones para que la unidad europea constituyera un firme punto de apoyo de la alianza occidental.
Los dirigentes soviéticos, por su parte, fueron plenamente conscientes de que los intereses en ambas orillas del Atlántico no eran idénticos. En el marco del nuevo rumbo distensionista abierto en las relaciones exteriores de la URSS por el XXº Congreso del Partido Comunista soviético, trataron de sacar partido de esas contradicciones con el fin de obstaculizar en lo posible la conformación de un bloque europeo sólidamente asociado a los Estados Unidos. La reticencia que manifestaron frente al proceso integracionista no se dirigía tanto a la perspectiva de una Europa unificada, sino a la incorporación de ésta a un bloque occidental consolidado bajo la hegemonía norteamericana.
Inquietos, aparte del plano militar, por la influencia que el nuevo polo pudiera ejercer sobre los países del bloque soviético en Europa oriental, y apoyándose en los sólidos lazos que los jerarcas del aparato económico estatal soviético (y sus representantes en los partidos comunistas europeos) habían establecido con fuertes grupos económicos en varios países de Europa occidental en el transcurso de la guerra, el Kremlin trató de introducir una cuña en "Occidente" lanzando a los gobiernos eurooccidentales señuelos sobre las potenciales ventajas que podrían derivarse de la colaboración económica de sus naciones con la URSS. El 17 de marzo de 1957 -esto es, apenas una semana antes de la firma de los Tratados de Roma, y adelantándose a la consigna "degaulliana" de una Europa unida "del Atlántico a los Urales"- el ministro Bulganin propuso la constitución de un mercado común de toda Europa, esto es, incluyendo a la Unión Soviética.
"No es floja tentación para la industria alemana la perspectiva de los mercados de Europa Oriental -comentaba el corresponsal del diario Clarín en la República Federal Alemana-. Pero -concluía el columnista- la iniciativa soviética llega tarde"[36].



CONCLUSIONES


Visto con la perspectiva del tiempo, el resultado de la recuperación económica en los países de Europa occidental y, posteriormente, del proceso abierto con el Tratado de Roma, sería dar nacimiento tanto a un aliado como a un poderoso rival de los Estados Unidos. Por eso, los motivos del apoyo norteamericano a la unificación europea en aquellos años siguen siendo objeto de múltiples interrogantes, que sólo pueden abordarse en el marco de la situación internacional que caracterizó al nuevo orden surgido de la guerra.
La pronta reconstruc­ción del tejido productivo, financiero y comercial del occidente europeo tras el conflicto bélico albergaba para los Estados Unidos un decisivo interés económico: la eliminación de las barreras comerciales intraeuro­peas permitiría ampliar significativamente la escala del mercado y de las operaciones no sólo a las grandes empresas del Viejo Continente sino también -y tal vez en primer lugar- a las corporaciones norteamericanas, que aventajaban notoriamente a aquéllas en la incorporación de métodos de pro­ducción masivos, con superiores volúmenes de producción y costes significativamente menores.
Pero los cálculos de los dirigentes norteamericanos al apro­bar la ayuda Marshall iban más allá. La situación mun­dial derivaba aceleradamente en un agravamiento de las ten­siones entre el Este y el Oeste, y para Washington era crucial la incorporación de los principales países europeos a la estrategia de "contención" del comunismo. De hecho, durante los primeros años de la posguerra, la idea integracionista en la Europa occidental fue impulsada por los Estados Unidos tanto como por los países directamente involucrados. Dado el poderío económico norteamericano, y la debilidad y dependencia europea de la ayuda estadounidense, la unificación económica de Europa occidental no parecía revestir peligro para la hegemonía norteamericana. Más bien, por el contrario, aparecía como una vía para la consolidación del Viejo Continente en su capacidad tanto económica para sostenerse sin ayuda externa como política en los marcos de la alianza occidental y en las condiciones de la guerra fría.
Desde el punto de vista de Washington, sin embargo, no se trataba sólo de consolidar la alianza política con esos gobiernos, sino de adecuar en su conjunto el proceso de reconstrucción y desarrollo de Europa a la perspectiva de una confrontación glo­bal entre los dos grandes sistemas económico-sociales, atando al mismo tiempo y en la medida de lo posible las economías europeas a los intereses de los exportadores y del capital financiero norteamericano. En este sentido la política norteamericana se orientó a estrechar sus vínculos con el gobierno alemán -incluso en desmedro de la tradicional alianza entre Washington y Londres- como eje articulador de una sólida alianza occidental. Esta línea de acción entró en creciente contradicción con los objetivos propios con que los dirigentes europeos concebían la reconfiguración de su rol en el sistema internacional. La gradual estabilización económica y política de las potencias del Viejo Continente posibilitó que, aún dentro del marco de la alianza atlántica, se manifestaran signos de disenso y de independencia respecto de los Estados Unidos, que se expresaron -entre otros hechos- en la oposición de Francia al rearme alemán y a una total subordinación militar a la hegemonía estadounidense, así como en las diferencias que Londres y París expresaron respecto a Washington frente a cuestiones como la guerra coreana y, más tarde, en la valoración de los cambios abiertos en la Unión Soviética con la muerte de Stalin.
La dirigencia soviética, por su parte, decidió apenas concluida la guerra rechazar los condicionamientos que derivarían de una potencial ayuda occidental y priorizar la independencia económica y política de la URSS, soportando el precio de permanecer fuera del sistema comercial y financiero mundial.
En los umbrales de los '50 y a impulsos de los cambios en la gravitación relativa de distintos grupos de poder en el plano interno de los Estados Unidos, la estrategia predominante bajo la administración Truman centrada en la recuperación europea  -estrategia determinada por la vinculación de esos sectores a intereses financieros e industriales tradicionalmente ligados a Europa y a sectores políticos y militares atlantistas del Viejo Continente- venía experimentando un gradual desplazamiento hacia los países y regiones periféricas[37]. Pero ello no significaba desconocer el rol estratégico decisivo que seguía teniendo Europa en el campo internacional, y la nueva administración republicana continuaría su política de presión diplomática, militar y económica para sumar a los gobiernos europeos a sus lineamientos estratégicos.
El Plan Marshall en el plano económico y la fundación de la OTAN en el militar, con sus correlatos en el bloque li­derado por la URSS -la creación del COMECON y posteriormente la del Pacto de Varsovia- consolidaron la división del continente entre ambos bloques. Sin embargo, como consecuencia de la veloz recuperación de las economías europeas, en un lapso relativamente breve la inicial rela­ción de asociación subordinada entre la principal potencia de Occidente y una parte sustancial de la Europa capitalista, hacia la segunda mitad de los años '50 daría paso -aunque siempre dentro del marco general de una alianza política duradera- a la consolidación de un rol económico mundial propio y, en un proceso, a una creciente competencia y rivalidad entre ambos aliados por mercados y áreas de influencia en distintas regiones del mundo. Al tiempo que el colonialismo de las potencias europeas en Africa y Asia entró en rápido retroceso como consecuencia de la vasta oleada de luchas nacionalistas y antiimperialistas, no decayó -e incluso se acrecentó desde comienzos de los '60- la gravitación comercial y financiera de las ex metrópolis en los países antes coloniales, y el capital europeo se hizo presente con renovada fuerza allí y en muchos países sudamericanos.
La recuperación económica de Europa occidental convergía con los objetivos estratégicos de Washington en los años de posguerra. Pero la creciente fuerza económica y unidad política de los países europeos plantearía a poco andar agudos problemas a los Estados Unidos: económicos, como el notorio deterioro de su balance de pagos a partir de fines de los '50-, y políticos, como sus divergencias acerca de las responsabilidades respectivas en la defensa occidental, y el desa­fío de la Francia gaullista al principio de cooperación atlántica y al tipo de integración europea que el mismo suponía.
Finalmente, hay que destacar que la divergencia de intereses entre los Estados Unidos y Europa occidental no atañía a los fundamentos mismos del sistema socioeconómico imperante en "Occidente", como sí sucedía en cambio en el caso de la URSS. Esa divergencia, además, estaba condicionada por una prioridad común: la necesidad de mantener bajo control el ascenso de los movimientos revolucionarios sociales y nacionales tanto en Europa como en los estados coloniales y dependientes, así como impedir su convergencia con la ideología y las políticas que irradiaban de la Unión Soviética.
En cuanto a Europa occidental, se trataba de países capitalistas desarrollados, cuyo capital material y humano había sido afectado pero no anulado por la guerra y cuya reconstrucción no partía, por tanto, "de cero". A tal punto ello fue así que, a pocos años de terminada la guerra, algunos de los propios funcionarios gubernamentales norteamericanos impulsores del Plan Marshall fueron agudamente conscientes de las sombras de futura rivalidad que la eventual recuperación europea auguraba para los Estados Unidos.







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1.- El presente trabajo forma parte de una investigación más amplia, aún en curso, sobre las relaciones internacionales de la Comunidad Europea -y entre la CE y la Argentina- desde sus orígenes hasta la década de los '80.
[2].- En 1947, el presidente Truman formuló la "doctrina" por la cual el gobierno de los Estados Unidos se asignaba a sí mismo la misión de sustituir a Gran Bretaña en la "defensa" de Grecia y Turquía frente a los "avances del comunismo".
[3].- Kennedy, Paul: Auge y caída de las grandes potencias. Barcelona, 1988, p. 496.
[4].- Gaddis, John L.: Estrategias de la contención. Una evaluación crítica de la política de seguridad norteamericana de posguerra. G.E.L., Buenos Aires, 1989, p. 117.
[5].- Gaddis, John L.: Estrategias de la contención... , p. 131.
[6].- Kissinger, Henry: Mis memorias, p. 70. Sobre el apoyo norteamericano a una forma de integración europea basada en instituciones supranacionales ver también Van der Beugel, Ernst: From Marshall aid to Atlantic part­nership: european integration as a concern of American foreign policy. Amsterdam, 1966.
[7].- Business Week, 20 de mayo de 1950. En Perlo, Víctor: El imperialismo norteamericano, Buenos Aires, 1961, p. 232.
[8].- "Nunca se ha establecido nada que se acerque a un mercado competitivo. Las políticas de precios de las compañías de acero continúan teniendo características de colusión y podría ser que hubieran existido acuerdos sobre la división de los mercados interiores", afirma taxativamente Dell en re­ferencia a la creación de la CECA (Dell, Sidney: Blo­ques económicos y mercados comunes, México, 1965, p. 92). El mismo Dell, citando a Lister, su­braya además la estrecha vinculación de los cárteles europeos del acero con sus respectivos estados: "Los gobiernos representan en su mayoría intereses de los productores, reforzados por las asociaciones de productores" (Dell, op. cit., p. 94).
[9].- En el noveno informe de la Agencia de Cooperación Económica (ECA) ante el Congreso norteamericano (30/6/1950) el presidente Truman manifestaba claramente: "Bajo la amenaza de una intensificada agresión comunista, la urgencia del rearme ha subrayado la importancia de que Europa Occidental prosiga su avance hacia las metas económicas del Programa de Recuperación. La expansión requerida en la producción militar no puede ser alcanzada a menos que la base económica de Europa sea aún más fortalecida...". Documents on American Foreign Relations (DAFR), 1950, p. 79.
[10].- En Perlo, V.: El imperialismo..., p. 233.
[11].- Benz, Wolfgang y otros: Europa occidental hasta el Tratado de Roma..., p. 118.
[12].- DAFR, 1951, p. 165.
[13].- Graml, Herman y otros: Europa occidental hasta el Tratado de Roma..., p. 108.
[14].- En Galtung, Johann: La Comunidad Europea: una superpotencia en marcha. Buenos Aires, 1976, p. 169. Sin embargo, en los primeros años de posguerra los Estados Uni­dos simultáneamente alentaron el movimiento independentista de las colo­nias, en la medida que el mismo enfrentaba fundamentalmente a las potencias europeas y suponía, por consiguiente, el debilitamiento de los potenciales rivales de EE.UU. por el predominio en el mundo occidental.
[15].- Beloff, Max: Europa..., pp. 234-6.
[16].- DAFR, 1954, p. 85-6. Esos "principios" volverían a ser expuestos por Eisenhower ante la Unión Europea Occidental que sustituyó a la fracasada CED, en marzo de 1955 (DAFR, 1955, p. 83-4).
[17].- DAFR, 1954, p. 90-1.
[18].- Van der Beugel, Ernst: From Marshall aid to Atlantic part­nership: european integration as a concern of American foreign policy. Amsterdam, 1966, passim.
[19].- Niveau M., Historia de los hechos económicos contemporáneos. España, 1968, p. 293.
[20].- Rapoport, M. y Musacchio, A., coord.: La Comunidad Europea y el Mercosur. Una evaluación comparada. FIHES, 1993.
[21].- Gardner, Richard: La diplomacia del dólar y la esterlina (passim). Kennedy, Paul: Auge y caída de las grandes potencias, p. 564.
[22].- Dell, Sidney: Blo­ques económicos..., pp. 102-106 y 115.
[23].- En Perlo, Víctor, El imperialismo..., p. 191.
[24].- Discurso de Foster Dulles en Nueva York, 23/4/1956. En Van der Beugel, Ernst: From Marshall aid..., p. 318-9.
[25].- DAFR, 1957, p. 120.
[26].- DAFR, 1955, p. 86. Nieburg señala que "por medio de préstamos, subsidios, ayuda técnica y equipamiento estadounidenses el programa Euratom fue redireccionado y controlado, privando a Francia o a cualquier otro aspirante nuclear continental de los recursos combinados de Europa Occidental para la producción de material armamentístico" (En Van der Beugel, Ernst: From Marshall aid..., p. 321).
[27].- DAFR, 1956, pp. 59-60.
[28].- En cuanto a las limitaciones europeas en materia energética, todavía a mediados de la década de los '80 los países europeos seguían dependiendo mucho más que los Estados Unidos de las importaciones petroleras. En 1986, la potencia americana importaba el 31,1% de sus hidrocarburos, mientras que la RFA lo hacía en un 94,9% y Francia en un 96,1%. Sólo Gran Bretaña se autoabastecía gracias a sus yacimientos en el Mar del Norte. Un informe del Parlamento Europeo de enero de 1982 admitió el alto grado de dependencia de Europa en lo referente a éste y otros recursos naturales. Un año antes, otro informe del mismo organismo parlamentario subrayaba la vulnerabilidad continental a cualquier disrupción de sus rutas de aprovisionamiento. (En Laufer, Rubén: Las relaciones entre Argentina y Europa y la guerra por las Islas Malvinas. Segundas Jornadas de Historia de las Relaciones Internacionales Latinoamericanas, Rosario, 1994).
[29].- DAFR, 1957, pp. 128/9.
[30].- DAFR, 1950, p. 74.
[31].- Niveau, M.: Historia de los hechos..., pp. 337-8.
[32].- Van der Wee, Herman: Prosperidad y crisis. Reconstrucción, crecimiento y cambio 1945-1980. Barcelona, 1986, p. 421. Además, -como observa acertadamente Víctor Sukup- "la integración económica regional, en el fondo, nunca pasa de ser una combinación de prácticas de libre comercio -frente a los socios- y de proteccionismo -frente a los terceros países" (Sukup, Víctor: La Comunidad Europea..., Ciclos Nº 4, 1993, p. 36). Por esto mismo no sorprende la aparente paradoja -destacada por Dell- de que entre los defensores de la unión económica se encontraran partidarios tanto del librecambismo como del proteccionismo (Dell, Blo­ques económicos..., pp. 128 y 184).
[33].- DAFR, 1957, p. 127.
[34].- Henke, Klaus-Dietmar y otros: Europa occidental hasta el Tratado de Roma, p. 106.
[35].- Cipolla, Carlo M. ed.: Historia económica de Europa. Vol.5, El siglo XX, passim.
[36].- Clarín, 20/3/57.
[37].- La nueva orientación estratégica priorizaba la expansión de la influencia norteamericana a otras regiones del mundo, como era el caso del oriente asiático y las naciones latinoamericanas, expresando a otros grupos económicos y políticos que, como los representados por Foster Dulles, Rockefeller y Moors Cabot tendrían fuerte peso en el gobierno que el general Eisenhower inició en 1953 (Rapoport M. y Spiguel C.: Estados Unidos y el peronismo. La política norteamericana en la Argentina: 1949-1955. Buenos Aires, 1994, pp. 20-1 y 28).