¿Un castigo del cielo?

 ¿Un castigo del cielo?

Desempleo y "determinismo tecnológico":
la visión de las ideologías

Rubén Laufer
Revista La Marea Nro 11. Abril 1998
  


En el esfuerzo por comprender la vasta reorganización productiva y de las relaciones laborales que está operándose a nivel mundial, se ha planteado una diversidad de enfoques sobre el contenido, el alcance y el carácter de las transformaciones económico-sociales en curso.
Sin embargo, el verdadero aluvión vocabulario que desde hace algunos años inunda ámbitos tanto académicos como gubernamentales, políticos, empresariales y gremiales no expresa esa diversidad sino, más bien, el predominio de un ángulo interpretativo vinculado al paradigma del "pensamiento único" liberal: todo el "corpus" terminológico que habla de era posindustrial, poscapitalismo y posmercado, posfordismo y toyotismo, modernización, racionalización, reestructu­ración, reingeniería, flexibilización, polifuncionalidad, se revela, en verdad, como una envoltura ideológica destinada a legitimar el sentido de las profundas transformaciones que caracterizan al capitalismo de los '90.
El presente trabajo discute algunos de los temas centrales que hacen de la problemática de la desocupación un terreno de aguda controversia en el plano de las ideas y concepciones globales desde las que se juzga la naturaleza de los actuales cambios mundiales. Se mencionan parcialmente datos y particularidades del "caso" argentino, sólo a título de ejemplo, dada su mayor proximidad al lector.
El debate teórico -pero con inmediatas connotaciones "prácticas"- tiene hoy como uno de sus núcleos explicar las causas de la enorme proporción que ha alcanzado el desempleo en todo el mundo y -a impulso de esos cambios productivos y sociales- se concentra alrededor de algunos ejes inquietantes y polémicos: ¿Desaparece el trabajo? ¿Está dejando el trabajo humano de ser el creador de la riqueza social, la fuerza productiva básica de la sociedad? ¿Es éste el motivo del indetenible ascenso de la desocupación en el mundo, con toda su carga de frustraciones personales, angustia y descomposición social? ¿Se trata, entonces, del "precio" (indeseado pero inevitable) del progreso corporizado en la "tercera revolución industrial" que toma cuerpo ante nuestros ojos?
Tal es, en síntesis, la interpretación que formula y difunde una serie de intelectuales preocupados por las perspectivas de un mundo en el que -se alega- el gran salto científico-técnico en marcha desde hace 10 o 20 años está condenando a millones de personas a la "exclusión".
Según esta visión de las cosas, estamos presenciando la progresiva e inexorable "desaparición del trabajo" en el mundo. Jeremy Rifkin -ex asesor de la administración demócrata del presidente norteamericano Clinton- y la escritora francesa Viviane Forrester, entre otros, representan algunas de las versiones de mayor divulgación de esta hipótesis[1].



Los '90: un mundo transformado

Con el derrumbe de la Unión Soviética a comienzos de los ‘90, tras un largo y complejo proceso de casi cuatro décadas, se completó el proceso de reunificación del mercado capitalista mundial, anteriormente escindido en dos "campos". Pero el muro de Berlín cayó hacia ambos lados: en el mundo "globalizado" que sobrevino, lejos de consagrarse la victoria definitiva e incuestionada del capitalismo liberal (el pregonado "fin de la Historia" de Francis Fukuyama), en realidad se agravó la "onda larga" de la crisis capitalista. Acuciados por la caída de la tasa de ganancia y por sucesivas espirales de crisis desde los años '70, los grupos económicos multinacionales y las grandes potencias han acentuado su rivalidad en el último período, llevando hasta el paroxismo la carrera de la "competitividad".
El mundo de hoy no difiere en lo esencial de los anteriores períodos críticos de la economía capitalista. «Otra vez caminamos como por el borde de un precipicio: en medio del crecimiento más sólido de la historia, la economía mundial... podría aún desmoronarse en una recesión planetaria»[2]. Al mismo tiempo que la expansión del capitalismo como sistema, se acentúa su contradicción esencial: producción social, apropiación privada. Más notoriamente que nunca, se acumulan por un lado inmensas riquezas invendibles, mientras  por el otro cientos de millones de personas no pueden satisfacer sus necesidades más elementales.
Pese a la tan invocada mundialización y homogeneización de la economía, permanecen vigentes las diversidades y antagonismos propios de la época del capital monopolista y el imperialismo. Las grandes potencias predican a los países del tercer mundo las recetas liberales que ellas eluden. En nombre del "comercio libre" y de las "ventajas competitivas", se los induce a allanarse a las reglas impuestas por los organismos internacionales -en los que esas potencias tienen una preeminencia incontestable- y a abrir sus mercados a productos fabricados a mucho menor costo con las tecnologías automatizadas del presente. Se eliminan los regímenes de promoción industrial en países atrasados y dependientes como los latinoamericanos, donde los privilegios al capital extranjero y las políticas orientadas unilateralmente hacia la exportación han significado el arrasamiento de ramas industriales enteras.
Mientras tanto, despuntan nuevas guerras comerciales y se consolidan bloques económicos regionales -Area de Libre Comercio de América del Norte, Unión Europea, área Asia-Pacífico- con vistas al control monopólico de mercados como cotos protegidos de los países "centrales".
Los capitales volcados a la especulación toman proporciones siderales, en desmedro del capital productivo; sus rasgos parasitarios han vuelto a revelarse dramáticamente con la actual crisis económica mundial, cuya última manifestación es la débacle financiera de los ex "tigres" del sudeste asiático. A la medida de la nueva dimensión de la competencia, se acelera en todo el mundo el proceso de compras, fusiones y reestructuraciones empresariales y la privatización de empresas estatales, dando un poderoso envión a la concentración del capital en un puñado de gigantescos grupos económicos: concentración dirigida a eliminar la competencia, en el marco de una acentuada rivalidad monopolista a escala mundial[3].
Los últimos veinte o treinta años han sido testigo también de enormes innovaciones tecnológicas, principalmente en el campo de la electrónica, la automatización y las comunicaciones, proceso que para muchos analistas configura una "tercera revolución industrial": ciclópeas inversiones en tecnología que permiten disminuir drásticamente los gastos en personal reduciendo planteles, y aumentar la "productividad" de los trabajadores activos -lo que casi nunca se corresponde con una proporcional reducción de su jornada de trabajo-.
En el trasfondo de todos estos cambios está el objetivo prioritario de los grandes consorcios: disminuir sus costos globales. Pocas décadas atrás -especialmente durante el período de auge de los movimientos antiimperialistas y anti-sistema en los años ‘60 y ‘70- la mayor parte de los economistas y sociólogos negaba validez a la conocida afirmación marxista sobre la existencia, intrínseca al capitalismo, de un "ejército industrial de reserva" de trabajadores desocupados forzando a la baja los costos laborales de los empresarios. Actualmente, en cambio, en un período de considerable afirmación del pensamiento económico liberal, se admite ante la evidencia la realidad de ese "ejército", explicando su existencia como una consecuencia "natural", y por consiguiente inevitable, de la modernización productiva, social y laboral[4]: en el marco de la "globalización" económica, se asume como "estructural" (es decir, inherente al sistema) la desocupación de un 20 o un 30 por ciento de la fuerza laboral, y se debate acerca de qué debe considerarse un nivel "natural" de desempleo.
Disminuir costos es la voz de orden. En todo el mundo representantes empresariales, funcionarios gubernamentales, y buena parte de la bibliografía académica y periodística, abundan en consideraciones acerca de la actual carestía de la mano de obra en el "mercado laboral"[5] como consecuencia de las obligaciones patronales que aún sobreviven en materia de indemnizaciones, contribuciones previsionales y otros beneficios sociales de los trabajadores. En un sistema fundado en el trabajo asalariado, y sobre un trasfondo de exacerbada competencia por los mercados mundiales, se torna lógico entonces el actual embate dirigido a reducir radicalmente el precio de la fuerza de trabajo -el salario-, principal mercancía e insumo productivo de la sociedad capitalista. La misma lógica explica la ofensiva global contra la estabilidad laboral y los componentes indirectos del salario (vacaciones pagas, prestaciones de salud y jubilación, seguros por accidente y desempleo), logros de un siglo y medio de luchas obreras y sociales.


El trabajo ya "no es necesario"

Para Rifkin, el hombre ha dejado de ser sustancial en el proceso de producción de la riqueza social. A diferencia de todas las formaciones sociales anteriores desde el Paleolítico -sostiene-, en la actualidad el trabajo humano está siendo paulatina y sistemáticamente eliminado del proceso de producción (p. 23).
Viviane Forrester por su parte asegura que, empujados por una descontrolada avidez de ganancias, "los civilizados" excluyen a las mayorías: puesto que "el trabajo se ha tornado inútil", los trabajadores "ya no son necesarios" al sistema. Si bien la ferocidad social siempre existió, hasta ahora estaba limitada porque el trabajo humano era indispensable para los poderosos; pero ha dejado de serlo, y por eso ahora -postula- «hay algo peor que la explotación del hombre por el hombre: la ausencia de explotación» (p. 19).
La "revolución tecnológica" se halla en el núcleo de estas consideraciones. Los grandes progresos a que asistimos -centralmente en el campo de la informática- estarían dando a luz un mundo y una sociedad nuevos ("posindustriales", o incluso "poscapitalistas") en los que el trabajo fabril, y hasta el trabajo humano en general, está llamado a extinguirse por superfluo (luego examinaremos con mayor detenimiento esta tesis). Una inferencia de ello -que comparte la mayoría de los incursores en el tema, pero que sólo algunos hacen explícita- es que al mero impulso del desarrollo técnico la sociedad adquiere una conformación estructural enteramente novedosa, que llevaría en perspectiva a la extinción del antagonismo social entre obreros y capitalistas característico de la sociedad moderna.
En la sociedad "poscapitalista" que imagina Peter Drucker[6], el "factor de producción" fundamental ya no es el capital, la tierra o la fuerza de trabajo, sino el saber requerido para el manejo de la moderna maquinaria informática. En explícito contrapunto con la concepción marxista, para Drucker ya no hay capitalistas y proletarios, sino "trabajadores del saber" y "trabajadores de los servicios", algo así como ejecutivos y gestores a los que sólo diferencia el orden de llegada en la carrera del "saber". La creación de valor ya no proviene del trabajo sino de la productividad y la innovación, aplicaciones ambas del saber al trabajo. La mano de obra -esto es, la fuerza de trabajo de los trabajadores- "desaparece" como factor productivo, y ya no habría propietarios que poseen los medios de producción y deciden sobre su uso y destino, sino "ejecutivos", que cada vez más se convierten en meros empleados por cuenta de anónimos "fondos de pensión". En esto Drucker remoza apenas la vieja tesis -debatida ya a comienzos de siglo- sobre la evolución de nuestra sociedad hacia un "capitalismo sin capitalistas" (y, añadimos nosotros, sin obreros). Puesto que en la sociedad poscapitalista la gran empresa ya no es la que emplea muchos trabajadores sino la que obtiene "resultados", puede preverse -estima Drucker- un futuro de intensa tecnificación e inevitable desocupación masiva, con la consiguiente secuela de confrontación social y "lucha de clases" pero también, junto con ello, de progresiva "desaparición" del factor trabajo.


¿"Desaparece" la fuerza de trabajo?

En los últimos años, desde diversos ángulos teóricos se ha reactualizado la tesis sobre la "extinción" de la clase obrera. Se concibe a ésta crecientemente sustituida por nuevos grupos sociales cuyo rasgo distintivo no se atribuye a su ubicación y a su rol específico en el proceso productivo, sino a su actividad ocupacional o a su inclusión en determinadas esferas de interés o de "conocimiento". En este sentido convergen, por ejemplo, interpretaciones tan aparentemente disímiles como la neoconservadora de Peter Drucker y las de algunos revisadores del marxismo como Adam Schaff y André Gorz. Aunque el eje argumental de estas posturas está puesto por lo general en el decrecimiento del número de obreros industriales en el mundo, lo que centralmente se cuestiona no es su relevancia numérica sino el papel de esa clase en la producción -producir y reproducir el capital- y la permanencia o no de su entidad como sujeto histórico-social y del rol transformador que tradicionalmente el marxismo le reconoce.
Pero incluso la disminución cuantitativa de los obreros industriales en el mundo en el transcurso de las últimas décadas es una cuestión al menos discutible, y conlleva aspectos contradictorios.
Ciertamente, la expulsión masiva de trabajadores del circuito productivo se revela nuevamente un arma sustancial para abaratar el costo de la fuerza de trabajo en el capitalismo de fin de siglo. Con modalidades diversas, el ejército de los sin trabajo crece en los países del tercer mundo así como en Europa, Japón y los Estados Unidos.
El "modelo europeo" de reestructuración supone -hasta ahora- un grado relativamente bajo de precarización laboral y el mantenimiento del seguro de desempleo a los desocupados (en buena medida atribuible a la lucha de éstos, como se vio en Francia y Alemania entre diciembre y febrero últimos). Los altos índices de desempleo serían, en contrapartida, el "costo" de la carrera competitiva de las grandes empresas, que en la Europa en vías de unificación va provocando ya un tendal de 20 millones de desocupados. En Alemania, locomotora de la unificación europea, junto al desempleo de 4,8 millones de personas (la cifra más alta desde el fin de la segunda Guerra Mundial) se multiplican las ocupaciones informales -desde clasificadores de basura hasta conductores de rickshaws o "velotaxis" callejeros-, el trabajo en negro, y la sustitución, en trabajos duros como la construcción, de albañiles nativos por inmigrantes europeoorientales o turcos con bajos sueldos y sin beneficios sociales[7]. En Suecia, considerada desde la posguerra modelo de crecimiento sostenido y bajo desempleo, el paro alcanzaba en 1992 a 445.000 personas (el 10% de su fuerza laboral), de las que 64.000 llevaban desocupadas más de seis meses[8]. En los países europeos, el "ajuste" de los últimos años -incluyendo el despido masivo de empleados públicos- responde a la necesidad de adecuar el gasto estatal a los requerimientos de la Unión Europea con vistas a la integración monetaria.
En EE.UU., en cambio, el índice de desempleo está en el nivel más bajo de los últimos 20 años (4,5 por ciento), y los dirigentes norteamericanos se ufanan de estar llevando a cabo una "reingeniería" libre de las altas tasas de desocupación que padecen los países europeos. Pero tras el telón de prosperidad de la economía norteamericana, las empresas están suprimiendo más de 2 millones de puestos al año, principalmente los de mayor calificación y salarios más elevados[9]. Grandes firmas como la automotriz General Motors, la siderúrgica Bethlehem Steel, Levi Strauss (vestimenta), el banco Citicorp y otras se han lanzado desde mediados de 1997 a un vasto plan de reestructuraciones que implica el sistemático cierre o reducción de plantas y el despido de decenas de miles de trabajadores. Si las estadísticas de desocupación se mantienen bajas desde comienzos de la década, es sobre la base de una particular "creación de puestos de trabajo": se trata, en su mayor parte, de empleos precarios y desprotegidos[10], especialmente desde la reforma del sistema de cobertura social sancionada por el presidente Clinton en agosto de 1996, que recortó drásticamente los subsidios a sus casi 10 millones de beneficiarios empujando la reincorporación de buena parte de ellos al mercado laboral, ya en las nuevas condiciones.
Así, la reconversión "competitiva" de las empresas expulsa de la producción a grandes masas de trabajadores. Pero esta es una verdad sólo parcial. Se estima que en los Estados Unidos la proporción de quienes, privados de medios de producción propios, se ven obligados a vender su fuerza de trabajo para subsistir -es decir obreros asalariados: "proletarios"- pasó en cuatro décadas (1950-1992) de algo más del 50% al 92% de la población económicamente activa. Un fenómeno similar se verifica en Europa.
Al mismo tiempo, en su búsqueda de nuevos márgenes de beneficios, los grandes consorcios multinacionales han llevado a cabo enormes inversiones industriales en los países del Tercer Mundo, en donde el precio de la mano de obra es hasta 20 veces inferior al de los países "centrales". Según datos de Los Angeles Times[11], el costo laboral en la industria manufacturera de los principales países capitalistas del mundo oscila entre 30,2 dólares la hora en Alemania, y 15,2 en Gran Bretaña, mientras que las nuevas modalidades de trabajo que imponen las empresas monopolistas de los países "centrales" y las reformas laborales practicadas en los países dependientes y atrasados llevan el salario real de los trabajadores a promedios de entre 1 y 3 dólares la hora.
Resultado de ello, en los últimos veinte años se ha generalizado el fenómeno de la "relocalización" de plantas industriales de las grandes firmas oligopólicas en el sur y sudeste asiático, en América Latina y en algunos países africanos (esta es, precisamente, una de las causas principales por las que "se destruyen" miles de puestos de trabajo en EE.UU. y Europa). A esto hay que sumar las transformaciones operadas en países como Rusia y China, donde veinte o más años de acelerado "sinceramiento" capitalista convirtió en asalariados de empresas privadas a decenas de millones de personas.
Se han desplazado ramas industriales enteras: el carbón, el aluminio, la siderurgia  y el armado de artículos electrónicos se han transformado en industrias del Tercer Mundo. Por lo general, este proceso de industrialización dependiente llegó acompañado del rótulo de "desarrollo" y "transferencia de tecnología", como fue el caso de los otrora llamados "tigres" del sudeste asiático, la India, las maquiladoras mexicanas y los armaderos extranjeros de televisores y videocasseteras instalados en países latinoamericanos, del tipo de los que proliferaron en Tierra del Fuego a fines de los '80.
La Argentina actual constituye un caso particular. El país padece los índices de desocupación más elevados -y más prolongados en el tiempo- de su historia. En el transcurso de la última década las políticas gubernamentales han consolidado la línea de desindustrialización y "reprimarización" productiva predominante desde la instauración de la última dictadura militar. La estrategia de consolidar un núcleo exportador totalmente desvinculado de la ampliación del mercado interno y privilegiar la valorización financiera disminuyó la importancia del salario como fuente de demanda; reducido su papel a la categoría de mero "costo", las dirigencias tanto empresariales como estatales pasaron a promover sistemáticamente políticas dirigidas a reducir ese costo, con los resultados conocidos.
Sin embargo, tanto en el Gran Buenos Aires como en el resto del país, paralelamente al aumento del índice de desempleo, también la proporción de asalariados como parte de la población activa creció leve pero sistemáticamente entre 1990 y 1995 (y más notoriamente todavía si se toma desde 1974), como se observa en el siguiente cuadro:








Tasa de desempleo y ocupación asalariada
Tasa de desocupación (%)

Oct. 1974
Oct. 1980
Nov. 1985
Oct. 1990
Junio 1991
Mayo 1992
Mayo 1993
Mayo 1994
Oct. 1994
Mayo 1995
Oct. 1995
Total
3,4
2,5
5,9
6,3
6,9
6,9
9,9
10,7
12,2
18,6
16,4
Gran Bs.As.
2,5
2,2
4,9
6,0
6,3
6,6
10,6
11,1
13,1
20,2
17,4
Otras ciudades
5,8
3,2
7,5
6,7
7,9
7,3
8,8
10,1
10,8
15,4
14,9
Ocupación asalariada (índice base: abril 1991 = 100)

Oct. 1974
Oct. 1980
Nov. 1985
Oct. 1990
Junio 1991
Mayo 1992
Mayo 1993
Mayo 1994
Oct. 1994
Mayo 1995
Oct. 1995
Total
83,5
85,6
90,4
98,1
100,0
103,8
103,8
105,1
104,2
103,9
...
Gran Bs.As.
87,1
88,2
90,7
97,5
100,0
105,2
106,1
106,1
103,7
105,4
103,1
Otras ciudades
77,9
81,7
90,1
99,1
100,0
101,6
100,4
103,6
105,1
101,7
...
FUENTE: Luis Beccaria y Néstor López (compil.): Sin trabajo. Las características del desempleo y sus efectos en la sociedad argentina. Unicef-Losada, Bs. As., 1996, p. 27.




Algunos especialistas en temas laborales registran un aumento incluso en el número de los asalariados durante el último año. De acuerdo a esas estimaciones, durante 1997 el mercado generó en nuestro país 500.000 puestos de trabajo, sin contar los programas públicos de empleo, tanto nacionales como provinciales; el empleo privado registrado -esto es, "en blanco"- habría crecido un 4,1% en promedio, acelerándose desde un 3,2% en el primer trimestre hasta un 5,1% en el cuarto trimestre.
La base de esta evolución es la generalización de las modalidades "promovidas" (precarias) de contratación: empleos temporarios ("de duración determinada"), sin estabilidad, protección ni beneficios sociales[12]. Este proceso se intensificó con posterioridad a 1989-90, cuando a los efectos de la hiperinflación vinieron a sumarse las "reformas estructurales", la apertura y las privatizaciones, con sus consecuencias de desocupación y caída de ingresos familiares, empujando la incorporación masiva de las mujeres, los mayores de 60 años y otros miembros de la familia al mercado laboral[13].
Así, a nivel mundial, decenas de millones de personas se han convertido en trabajadores asalariados e incluso, en medida importante, específicamente industriales. Y al mismo tiempo, el inmenso "ejército de reserva" de trabajadores desocupados y subocupados que se ha creado allana el camino para la retrogradación de las condiciones de trabajo y de vida de centenares de millones de trabajadores activos.

El "paradigma tecnológico"

Puesto que en las nuevas condiciones de la competencia mundial -se sostiene- las conquistas obreras logradas a partir de la última posguerra tornan a la fuerza de trabajo un "insumo" caro, la automatización se impone. En la literatura  académica, periodística y política, campea hoy una tesis central: la causa fundamental de la destrucción de empleos se encuentra en el desplazamiento del hombre por la máquina.
Este "determinismo tecnológico" (que, ciertamente, se asienta en procesos objetivos, reales) parte del supuesto de que el gran desarrollo actual de las técnicas productivas torna inevitable la sustitución del trabajo humano por el de computadoras "inteligentes"; y que, debido a la "revolución industrial" y la "revolución de los servicios", disminuye sin cesar el número de trabajadores "de cuello azul" (obreros industriales), en favor de los "de cuello blanco" (ejecutivos, empleados especializados en las nuevas tecnologías informáticas, administrativos, de servicios y de comercio).
Para Rifkin, la eliminación de puestos de trabajo es consecuencia de la irrupción de una nueva generación de sofisticadas tecnologías de las comunicaciones y de la información, que reemplazan por computadoras "pensantes" ya no sólo el trabajo físico del hombre -como durante la Revolución Industrial- sino la propia mente humana (p. 25). El único sector emergente de la débacle sería el ligado al "conocimiento": una pequeña élite de empresarios, científicos, técnicos, programadores de computación, profesionales, educadores y asesores. Sobre esta base Rifkin imagina el advenimiento de una sociedad que ya no estaría basada en el trabajo, lo que origina para él la necesidad de replantear «las bases mismas del contrato social» (ob. cit., p. 33). Algunos teóricos empresariales japoneses piensan que en un futuro cercano ya habrá fábricas que no requerirán ningún tipo de trabajo manual. «Las máquinas son el nuevo proletariado», asegura el economista francés y ex asesor presidencial Jacques Attali. También para Forrester, la génesis del orden "totalitario y genocida" que denuncia está en el desarrollo de las nuevas tecnologías (ob. cit., pp. 154-5). Así, en los términos popularizados por Marx, el propio desarrollo de las estructuras productivas predominantes en el mundo estaría empujando, como una tendencia inexorable y omnipresente, al desplazamiento del "trabajo vivo" por "trabajo muerto".
Asociadas a la explicación "tecnológica" aparecen ciertas interpretaciones unilaterales sobre el crecimiento económico y los requerimientos para una solución viable al problema social del desempleo.
Sobre la base de la "revolución tecnológica" ciertos teóricos de la "globalización" vaticinan -y un variado espectro de cientistas sociales admite- la llegada de un nuevo mundo industrial, una era de crecimiento sostenido caracterizada por una producción automatizada, una gran intensificación del comercio mundial y una abundancia material sin precedentes. En esta óptica -que en nombre del futuro promisorio oscurece la realidad que impera en la sociedad vigente, donde esa abundancia aprovecha apenas a un puñado de países y consorcios económicos a costa de la explotación y pauperización acrecentada de la inmensa mayoría de la humanidad-, el desempleo aparece como un "efecto no querido" del "crecimiento". Si hay desocupación -se postula- es a pesar del crecimiento económico, y no consecuencia inevitable de una vía específica de crecimiento. Admitir ésto supondría la posibilidad de otras vías de desarrollo, en el marco de otras estructuras sociales y, por lo tanto, con otros beneficiarios.
Los funcionarios de la CEPAL, por ejemplo, concluyen en referencia al área latinoamericana que «en 1997 el crecimiento fue generalizado... El avance de la región en su conjunto en el bienio 1996-1997 se vio estimulado por el dinamismo de la inversión, que superó ampliamente el aumento del PIB...». El organismo destaca que tal expansión obedeció fundamentalmente al financiamiento externo -lo que supone un mayor endeudamiento-, y que el casi imperceptible descenso del desempleo urbano regional (del 7,7 al 7,5%) «no se debió a una vigorosa generación de empleo sino más bien a una reducción de la participación laboral... En muchos países de la región las transformaciones económicas favorecen la pérdida de gran cantidad de puestos de trabajo... Una elevada fracción de los nuevos puestos muestran signos de precariedad e inestabilidad»[14]. Estas objeciones -pese a su indudable dimensión estructural- no llevan sin embargo a los autores del informe a replantear el concepto de "crecimiento".
Las autoridades económicas y la dirigencia empresarial de nuestro país, también, subrayan como un éxito el notable aumento de la producción nacional de automóviles entre 1996 y 1997, pese a que en los últimos meses del '97 la crisis mundial y en particular sus potenciales efectos en el Brasil apuntaban ya una brusca caída de las exportaciones en ese ramo y se anunciaban despidos masivos en las fábricas Ford, Fiat y Volkswagen. Cuando sobrevino la crisis, Ford Argentina paralizó su planta durante dos semanas. Al reabrirse, disminuyó su producción diaria de 500 a 370 automóviles. Como consecuencia, a unos 600 obreros no les fueron renovados sus contratos, que eran de carácter temporario. Sin embargo, el presidente de la filial Jorge Mostany considera que 1997 «fue un año bueno para la industria, un año de crecimiento importante, solamente opacado al final por las consecuencias en Brasil de la crisis asiática»[15].
Tal concepción del "crecimiento" (en un escenario mundial en el que coexisten una notable expansión de la base productiva y una pronunciada aceleración de la competencia por mercados limitados e incluso decrecientes) implica e incluye, como contracara necesaria, una masa en aumento de obreros expulsados del circuito productivo y, correlativamente, la intensificación y precarización del proceso de trabajo para los que continúan activos.
La "revolución tecnológica" es también piedra de toque de otro caballito de batalla argumental sobre el desempleo. Si hay desocupación -se aduce- se debe a la falta de preparación de los trabajadores para enfrentar la transición hacia el nuevo mundo de las tecnologías avanzadas. Consiguientemente, la salida es la "capacitación".
Al considerar a la innovación científico-técnica como el motor fundamental del desarrollo económico-social, en la explicación "tecnológica" el "núcleo problemático" de la sociedad actual deja de ser la opuesta posición relativa de quienes poseen los medios de producción y quienes venden su fuerza de trabajo, y se ha desplazado al campo de la "apropiación del conocimiento"[16]. La salida de fondo a la acuciante cuestión del desempleo no reside, por lo tanto, en la remoción de las bases sociales que fundamentan y legitiman la hoy redoblada explotación del trabajo, sino en la educación y la "capacitación" del trabajador. Se presenta a ésta, incluso, como condición para que los empresarios puedan encontrar "en el mercado" mano de obra adecuada, y así "crear empleo", aunque esto no se compruebe en la angustiante experiencia cotidiana de millones de sin trabajo.
La formación en el manejo de las nuevas tecnologías, se asegura, mejora la empleabilidad del trabajador, es decir -en los acertados términos de Viviane Forrester- su explotabilidad. Pero en la práctica, la "capacitación" que se exige a la gran masa de postulantes a puestos de trabajo aparece hoy ligada no tanto al dominio de un conocimiento o técnica específicos como a la polifuncionalidad, entendida ésta como la obligación impuesta al trabajador de adaptarse a puestos alternativos, independientemente de su oficio, experiencia o aspiraciones, y en función sólo de los requerimientos de la empresa, de la "elasticidad" del mercado -es decir de la demanda comercial y laboral- y de la precarización del trabajo.
En este terreno, las políticas estatales y las empresariales suelen apuntar en direcciones coincidentes. El caso de nuestro país resulta muy ilustrativo. El Ministerio de Trabajo ha puesto en práctica varios programas oficiales de capacitación, cuyo primer tramo abarcó el período 1993-97. El de mayor alcance es el llamado Proyecto Joven, que involucra a 1.300 "instituciones de capacitación" y cerca de 20.000 empresas de todo el país, con una "población objetivo alcanzable" de alrededor de 100.000 jóvenes de entre 16 y 29 años, con bajo nivel de instrucción, de escasos recursos y en situación de marginalidad laboral. La instrucción contempla dos fases: una de "capacitación" y una de "pasantía"; en ésta -según rezan los objetivos del Proyecto-, durante 2 ó 3 meses «los beneficiarios adquieren experiencia en un ámbito laboral real, desarrollando en una empresa las tareas principales de la ocupación para la que han sido capacitados»[17].
De hecho en los programas más significativos -como el mencionado Proyecto Joven-, lejos de prepararse a sus beneficiarios en el manejo de las nuevas tecnologías para "satisfacer una mayor demanda de mano de obra calificada", las especialidades contempladas en los contratos con las empresas o instituciones de capacitación responden a la tipología más tradicional y atrasada. Los cursos ofrecidos abrumadoramente mayoritarios son por ejemplo, en el sector servicios: gastronomía (mozos), telefonista, plomería y gas, supermercadismo (repositor), mucama de hotel, maestro pizzero, maestranza; en el sector industrial: construcción, electricidad y bobinados, operario, cortador de carne, horticultura bajo cubierta, soldadura y herrería, playero de estación de servicio, elaboración de dulces y conservas; en el sector agropecuario: operación rural (peón), producción pecuaria, etc. Sólo excepcionalmente puede hallarse algún curso orientado hacia la informática. En algunos casos -los menos-, por ejemplo en los cursos destinados a las provincias del interior del país, se implementan talleres que "capacitan" a jóvenes en tareas vinculadas con las características productivas regionales, como auxiliar práctico en minería o cría de cabras con estabulación en las provincias andinas, o idóneo en tareas de producción de tabaco u operario de aserradero, en las norteñas, pero siempre dentro del mismo perfil: empleos de escasa o nula especialización y de muy baja remuneración, aún en el caso minoritario de quienes son confirmados en sus puestos de trabajo luego de terminado el curso.
El tipo de empleos promovidos es bastante demostrativo del nivel de desarrollo y de la evolución de la estructura productiva del país en los últimos años, teniendo en cuenta que -como indica la misma dependencia del Ministerio de Trabajo- «la determinación de las ocupaciones para las que se capacita está ligada a los requerimientos de los puestos de trabajo existentes en los establecimientos que ofertan pasantías... Las especialidades contratadas en cada licitación [de cursos] se ajustan a los cambios en la demanda de puestos de trabajo»[18].
Pero además, en esencia, las "pasantías" -supuestamente destinadas a conferir una base de experiencia práctica a los beneficiarios del programa- son de hecho concebidas como fuentes proveedoras de trabajo gratuito para las empresas, muchas de las cuales conforman con "pasantes" una parte sustancial de su fuerza laboral, a la que "reciclan" periódicamente con nuevos "pasantes" al término del contrato. También, buena parte de los trabajos transitorios o estacionales son cubiertos por las empresas con "pasantes" financiados por el programa (sostenido éste, a su vez, en base a préstamos de organismos internacionales como el Banco Mundial, con el consiguiente aumento del endeudamiento externo, en un verdadero círculo perverso que dará origen a sucesivas renegociaciones en las que el país deberá cumplimentar determinadas exigencias de política interna en el plano fiscal, crediticio, previsional, etc. que agravarán la situación de las pequeñas y medianas empresas, de los trabajadores y del estado mismo). Esos programas se convierten así, paradójicamente, en agravantes del desempleo que en la letra se proponen combatir.
De este modo, la llamada "capacitación" constituye en realidad una carrera de sobreadaptación del trabajador a las necesidades y requerimientos de sus empleadores para tornarse más "competitivo" que sus iguales y ganarse así un lugar en el ejército de los explotables activos.
Aunque se presente revestido de un aura de actualidad, el "paradigma tecnológico" retrograda el análisis social a comienzos del siglo XIX cuando, en los albores del capitalismo industrial, los "destructores de máquinas" atribuían el desempleo a la maquinización del taller y, al no comprender los motivos profundos -sociales- de sus males, se lanzaban a destruir lo que veían como causa inmediata de ellos.
La innovación tecnológica no es una característica de los tiempos presentes: es inherente a la producción capitalista. Está determinada por las necesidades de la competencia[19]. El capitalista sólo puede imponerse en el mercado revolucionarizando incesantemente los métodos productivos, laborales, de comercialización, etc. Históricamente esto tomó cuerpo en una sucesión de pequeños y grandes avances científico-técnicos, incluidos tres períodos de "revolución industrial".
Pero, en el capitalismo, la competencia es a la vez causa de un ingente derroche y destrucción de fuerzas productivas. Hoy ello se manifiesta centralmente en la destrucción de una parte sustancial de la principal fuerza productiva de la sociedad: la propia fuerza de trabajo (con la consiguiente reducción de la demanda y caída de las perspectivas de ganancias empresariales y de los mercados accionarios, aproximando nuevos picos de crisis). Una inmensa masa de personas -trabajadores con experiencia de oficio obligados a subsistir con empleos parciales o mal pagos; profesionales e investigadores que se aferran a cargos docentes con sueldos miserables para poder conservar la cobertura de salud; obreros fabriles o empleados de servicios entrados en los 40 años que pasan a ser considerados insumos descartables-, son ejemplo de esa vasta ola mundial destructora de fuerzas productivas que caracteriza al capitalismo actual.
El "desarrollo tecnológico" no es neutral, ni independiente del proceso productivo ni de los modos de acumulación del capital[20]. En la sociedad capitalista -en la que el trabajo no es básica condición de vida sino mercancía- los nuevos métodos productivos, capaces de ahorrar gastos, mejorar la calidad y acelerar la distribución de los bienes, no están destinados a acortar la jornada de trabajo y elevar las condiciones laborales y de vida de los trabajadores sino a reducir el precio de la mercancía fuerza de trabajo: su finalidad es aumentar la "productividad" disminuyendo el tiempo en que el trabajador reproduce el valor de su fuerza de trabajo y aumentando, así, el tiempo de trabajo excedente y el correspondiente valor que se apropia el capitalista: la plusvalía.
La incorporación de tecnología no tiene por objeto ahorrar trabajo al productor directo, sino tiempo de trabajo pagado por el capitalista. Y por eso no conduce a acortar la semana laboral con igual salario, ni a repartir el menor tiempo de trabajo necesario entre más trabajadores sino, por el contrario, a una mayor intensificación del trabajo con menos gente empleada. Y es por eso, también, que en el marco de la actual "revolución tecnológica" se juzga superfluo o "improductivo" priorizar el aumento de la producción mundial de alimentos para una parte sustancial de la humanidad todavía acosada por el hambre, mientras se sigue multiplicando la producción automovilística o informática para un mercado ya saturado.
En la presente nueva etapa de tecnificación de los procesos productivos, la "revolución" informática y la automatización no suprimen sino que, por el contrario, ratifican y acentúan esta realidad. En definitiva, el aumento de la "productividad" en el nuevo escenario de la competencia global no es principalmente función del desarrollo tecnológico, sino de un aumento en la tasa de explotación de la fuerza laboral. Y si ello es así en países con índices de desempleo menores que la Argentina y una "densidad tecnológica" mucho mayor, como Japón y algunos países europeos, lo es mucho más en el caso de la Argentina, donde esa relación es inversa[21]. Según el empresario Roberto Rocca, presidente del grupo Techint, en el período 1990-1996 «el volumen físico de la producción industrial [argentina] creció 30%, mientras que las productividades por hora y por obrero aumentaron 58% y 48% respectivamente. El número de obreros ocupados en la industria se redujo un 18%, mientras que las horas trabajadas disminuyeron 12% (subrayado nuestro)»[22]. En otras palabras: en algo más de un quinquenio, con un 18% menos de operarios trabajando las mismas o más horas se incrementó el producto industrial en un tercio, configurando un aumento de alrededor del 50% en la productividad de los trabajadores de la industria.
En el mismo sentido apuntan las estimaciones del actual secretario de Industria Alieto Guadagni, cuando considera que «la etapa de destrucción total de empleo industrial ha terminado, porque la Argentina no puede seguir manteniendo en el futuro las altísimas tasas de productividad de la mano de obra industrial que tuvo desde 1991 hasta 1997 (subrayado nuestro)»[23].


Naturaleza y sociedad en el cambio tecnológico

Para Forrester, la "revolución tecnológica" configura una suerte de "lógica planetaria", comparable a los grandes desastres de la naturaleza, que lleva irremediablemente a la supresión de los puestos de trabajo (p. 13).
Como muestra la historia, el grado de desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad y el modo específico de utilización y aprovechamiento de los recursos tecnológicos devienen del, e interactúan con, las relaciones sociales imperantes en cada lugar y etapa histórica, y son inescindibles de ellas. En última instancia, lo que determina la forma y destino de la tecnificación aplicada a los procesos productivos no son circunstancias o leyes de la naturaleza sino las estructuras sociales: al cambiar éstas, se institucionalizan nuevas relaciones sociales y laborales, y se modifican los modos de utilización y aprovechamiento de las fuerzas productivas.
Alrededor de este eje se anudan puntos de vista teóricos e ideológicos divergentes. Es significativo que muchos economistas, historiadores y sociólogos sólo destaquen, como hitos principales del gran desarrollo de la "productividad" laboral en el siglo XX, el sistema fordista de los años '20 y el "toyotismo" de los '90, e ignoren o salteen entre ambas etapas de la evolución capitalista de nuestro siglo la emergencia y desarrollo de la Rusia y la China socialistas, donde comenzaron a forjarse -a partir de la transformación profunda del Estado y en medio de grandes luchas ideológicas y políticas- una nueva economía y nuevas relaciones sociales y laborales. La "racionalización" de la producción y la búsqueda de "productividad" movilizaron entonces a cientos de millones de personas durante varias décadas y tuvieron nuevos gestores y beneficiarios, y adquirieron así contenido y métodos completamente distintos.
En la Rusia revolucionaria, el impulso al rendimiento del trabajo y de las maquinarias, al cumplimiento de los planes económicos y a la integración entre trabajo manual e intelectual radicó en la llamada "emulación socialista" y la promoción de obreros y brigadas "de choque", en el marco de empresas y de un estado en donde los trabajadores ejercían su participación decisoria a través de los soviets. En los años '30, el movimiento stajanovista expresó este camino propio en la "racionalización" de la producción y gestión en el proceso de la construcción económica y la industrialización. El enorme despegue de la URSS en la producción de energía eléctrica, acero, combustible y cemento, tuvo lugar sin desocupación -precisamente en un período en que el mundo capitalista se estremecía con los efectos devastadores de la crisis del '30- y sin explotar a otros países.
China, por su parte, era hace apenas cincuenta años un país semicolonial y semifeudal de 800 millones de personas. Desde su tremendo atraso, echó sin embargo las bases de su industrialización en menos de dos décadas y con pleno empleo. El movimiento de transformación de las normas laborales y de gestión tuvo como avanzada a los obreros del combinado siderúrgico de Anshan, cuyos principios la dirección político-estatal llamó a generalizar a todos los centros industriales a mediados de 1960. El reglamento de Anshan privilegiaba en la gestión de las grandes empresas el papel de los movimientos de masas y del debate político por la elevación y mejoramiento de la producción, y promovía la rotación de los cuadros profesionales en el trabajo productivo y de los obreros en la administración, así como la cooperación entre operarios y técnicos en la tecnificación. Con base en este tipo de "racionalización", China llegó a ser un país industrial autosostenido (base de los grandes combinados fabriles de hoy) y logró al mismo tiempo asegurar a su enorme población del campo y la ciudad trabajo y mejores condiciones de alimentación, vestido, vivienda, salud y educación, logros que comenzarían a retrogradarse con el proceso de la restauración capitalista iniciado a fines de los '70.
Fue precisamente la reinstauración de las viejas relaciones sociales y el "sinceramiento" de las relaciones de producción capitalistas en los países antes socialistas lo que abrió paso en los '90 a la nueva ofensiva global del capital -lo que comúnmente suele denominarse "neoliberalismo"-. Con ello, no sólo se restablecerían en lo esencial las condiciones de trabajo imperantes en la época prerrevolucionaria, sino que incluso una parte de las nuevas relaciones laborales, antes practicadas y controladas por el colectivo de trabajadores mientras éstos mantuvieron la decisión efectiva sobre las empresas y el Estado (como la "des-especialización" y la rotación periódica entre diversas tareas de producción y entre puestos productivos y administrativos) fueran apropiadas y -flexibilización y polifuncionalidad mediante- convertidas nuevamente en instrumentos de explotación y acumulación en provecho de una minoría.


"Exclusión" e "inclusión"

Lo que hoy tal vez más que nunca se evidencia es la relación inescindible entre el desempleo masivo y la intensificación de la explotación de millones de trabajadores activos.
Esto es lo que se desprende, por ejemplo, de casi todos los programas gubernamentales y privados de "creación de empleo" que se implementan en el mundo -también en la Argentina-. En nombre del "combate a la desocupación", los puestos de trabajo que se crean se inscriben en los moldes de la "reingeniería" liberal: convenios por empresa y sindicatos destruidos o asociados a las patronales, menor salario directo e indirecto, contratos "basura" -o inexistencia de contrato-, empleos temporarios y flexibilizados, sin indemnización por despido, sin cobertura de salud, de accidentes ni de jubilación.
Hoy, pensadores enrolados en corrientes ideológicas y teóricas diversas -e incluso antagónicas en otros campos- comparten básicamente los lineamientos liberales sobre la problemática del empleo, a lo sumo aderezados con alguna inquietud por los eventuales efectos de "desestabilización" política y de potencial "ingobernabilidad" social que conlleva tal "reingeniería", y con módicas advertencias al empresariado sobre el achicamiento del consumo que el modelo de precariedad laboral provoca. Se recomienda por ejemplo a los empresarios idear «una categoría de trabajo estable que no tenga las mismas cargas indemnizatorias que tiene la ley de empleo»[24], un rumbo similar al "tercer camino" que recomienda el ex secretario de Trabajo norteamericano de la administración demócrata de Clinton, Robert Reich; un rumbo que en nombre de la equidad "estimula" la creación de empleo a través de leyes que faciliten el despido y el ajuste de los salarios según la demanda del mercado[25].
"Desocupado" no es sinónimo de "excluido" o "marginal". Más allá de la intención crítica con que la sustentan autores como Forrester, la ideología de la "marginalidad" y la "exclusión" guarda una coherencia lógica con la del "fin del trabajo". Ideología engañosa y en última instancia encubridora, porque vela que tal "exclusión" es esencialmente instrumento y condición necesaria para imponer las nuevas reglas laborales a los "incluidos" y doblegar su potencial resistencia. Encubridora, también, porque sugiere que los "excluidos" deben bregar por su "inclusión", entendido esto como su derecho a ser explotados. Y encubridora, principalmente, porque desdibuja el hecho de que el motor y sostén de la producción capitalista sigue siendo la generación de plusvalía, que supone la compra y la venta de fuerza de trabajo: asalariados, proletarios. Ciertamente, en un sentido tendencial y puramente abstracto, el reemplazo creciente de "trabajo vivo" por "trabajo muerto" desembocaría en la "superación" del trabajo; pero ¿cuál es el límite de tal tendencia? El propio capital, cuya reproducción deviene necesariamente de la producción de plusvalía.
Por eso, lejos de haber sido "excluida" del ámbito de la explotación económica, hay que ubicar a la creciente masa de desocupados como el sector más explotado y oprimido de nuestra sociedad.
Durante los años recientes, el reclamo de los sin trabajo ha encarnado en buena medida las nuevas formas de lucha social. «El sentimiento de vergüenza y marginalidad, la culpa frente a la desocupación es ahora indignación, conciencia de oprobio... Hoy se identifican con la condición de victimizados, pero ya no en términos de excluidos, sino de robados, despojados»[26]. Los "piqueteros" y "fogoneros" de Cutral Co, Tartagal y Jujuy, los ocupantes de oficinas de empleo y de la Bolsa de Comercio en Francia o Alemania, y otros movimientos similares en el mundo, revelan el surgimiento de esta nueva conciencia.
Cada vez se hace más evidente que la razón de las angustias de millones de desocupados no está en la "naturaleza de las cosas". La tecnología no sustituyó la vigencia ni el antagonismo de los intereses sociales. El trabajo no "desaparece". ¿Acaso ha "desaparecido" la necesidad de alimentarse, vestirse y habitar como condición previa a toda otra dedicación humana?  Y ¿acaso se ha inventado algún medio por el cual los procesos productivos -e incluso su automatización- ya no son fruto del trabajo del hombre?
Bajo la actual ofensiva mundial "competitiva" del capital monopolista lo que se tiende a hacer "desaparecer" es, en todo caso, un tipo de trabajo: el trabajo regulado y relativamente resguardado por conquistas laborales y sociales logradas en décadas de lucha esforzada y muchas veces sangrienta.
La producción de los medios materiales (y espirituales) de vida sigue siendo resultado del trabajo humano. Las inmensas conquistas tecnológicas alcanzadas y las por venir no evolucionan hacia un solo destino posible. Si el impresionante desarrollo actual de las fuerzas productivas devendrá en definitiva en un medio de liberación de los aspectos rutinarios y pesados del trabajo o en instrumento de mayor esclavización del trabajador, ello dependerá de qué fuerzas sociales y qué tipo de sociedad y de estado lo implemente y estimule, y al servicio de qué fines.
Si hasta hoy apunta triunfante la ofensiva mundial del capital, ello es a costa de agudizar más y más la contradicción entre el grado sin precedentes de socialización productiva alcanzado y una apropiación capitalista concentrada en proporciones inéditas.
El fin de la actual escalada global contra el trabajo requerirá sin duda cambios políticos y sociales profundos de escala mundial. Que se producirán, tal vez, abriendo nuevos rumbos a una sociedad en la que el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino el medio principal de la realización humana y del crecimiento de las fuerzas productivas y la riqueza social.



Abril 1998

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Por qué "sobran" obreros

«...Así como la implantación y el desarrollo de la maquinaria trajeron consigo el desplazamiento de millones de obreros manuales por un número reducido de obreros que sirven a la máquina, su perfeccionamiento determina la eliminación de un número cada vez mayor de obreros de las máquinas y, en última instancia, la creación de una masa de obreros disponibles que supera la necesidad media de ocupación del capital, un verdadero ejército industrial de reserva..., un ejército de trabajadores disponibles para los tiempos en que la industria trabaja a todo vapor y que luego, en las crisis que sobrevienen necesariamente después de esos períodos, se ve lanzado a la calle, constituyendo... un regulador para mantener los salarios en el nivel bajo que corresponde a las necesidades capitalistas.
Así pues la maquinaria... se ha tornado en el arma más poderosa del capital contra la clase obrera... el producto mismo del obrero se convierte en el instrumento de su esclavización... Y la maquinaria, el recurso más poderoso que ha podido crearse para acortar la jornada de trabajo, se trueca en un recurso infalible para convertir la vida entera del obrero y de su familia en una gran jornada disponible para la explotación del capital; el exceso de trabajo de unos determina la carencia de trabajo de otros, y la gran industria, lanzándose por el mundo entero en carrera desenfrenada a la conquista de nuevos consumidores, reduce en su propia casa el consumo de las masas a un mínimo de hambre, y mina con ello su propio mercado interior...
La capacidad de perfeccionamiento de la maquinaria moderna, llevada a su límite máximo, se convierte... en un imperativo que obliga a los capitalistas industriales, cada cual de por sí, a mejorar incesantemente su maquinaria, a hacer cada vez más potente su fuerza de producción... La expansión de los mercados no puede desarrollarse al mismo ritmo que la de la producción. La crisis se hace inevitable... En la crisis estalla en explosiones violentas la contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista... Todo el mecanismo del modo capitalista de producción falla, agobiado por las fuerzas productivas que él mismo engendró. Ya no acierta a transformar en capital toda la masa de medios de producción que permanecen inactivos, y por esto precisamente debe permanecer inactivo el ejército industrial de reserva. Medios de producción, medios de vida, obreros disponibles: todos los elementos de la producción y de la riqueza general existen en exceso... La superabundancia se convierte en fuente de miseria y de penuria».

Federico Engels: Del socialismo utópico al socialismo científico (1880), cap. 3.


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La carrera tecnológica

«...Si no hubiéramos desarrollado Windows, hubiéramos perdido el mercado del sistema operativo a manos de un competidor como Apple... Si no hacemos grandes progresos, los usuarios tendrán escasos incentivos para actualizar sus equipos, o comprarán productos de otras compañías rivales... Si una empresa fabricante de computadoras no mantiene el ritmo en las innovaciones, pronto desaparecerá del mercado».

Bill Gates en Clarín Informática, 4/2/98, p. 24.




[1].- Jeremy Rifkin: El fin del trabajo. El declive de la fuerza de trabajo global y el nacimiento de la era posmercado. Paidós, Bs. As., 1996. Viviane Forrester: El horror económico. FCE, Bs. As., 1997.
[2].- Jacques Attali, ex asesor de Estado durante la presidencia de F. Mitterrand. En Clarín, 3/2/98, p. 13.
[3].- Se calcula que 200 corporaciones representaban casi el 30% del producto bruto mundial en 1992, y el proceso se ha acentuado en los años recientes.
[4].- «El optimismo generalizado que impulsó  a generaciones de inmigrantes [en los Estados Unidos] a trabajar duro en la creencia de que ello les iba a permitir acceder a una vida mejor... se ha hecho pedazos... La mayoría de los americanos se sienten atrapados por las nuevas prácticas de los sistemas racionalizados de producción y por las sofisticadas tecnologías de automatización. ...De esta manera lo que, en un momento dado, pensaron podía ser un puesto de trabajo seguro se convertirá en una parte más del ejército de reserva de trabajadores eventuales o, peor aún, de trabajadores en paro» (J. Rifkin, p. 233).
[5].- De paso: la expresión "mercado laboral" reconoce a la fuerza de trabajo como una mercancía que se compra y se vende, y que el capitalista -como a cualquier insumo- trata de comprar al precio más bajo posible en el "mercado".
[6].- Peter Drucker: La sociedad poscapitalista. Ed. Sudamericana, Bs. As., 1993.
[7].- Clarín (9/10/97 y 6/2/98).
[8].- María A. Ballester Pastor: "La reforma del sistema de pensiones en Suecia, o los nuevos límites del estado de bienestar". Revista de Trabajo y Seguridad Social, oct.-dic. 1995.
[9].- Ambito Financiero, 12/11/97.
[10].- Rifkin apunta que, de 1.230.000 empleos "creados" en los Estados Unidos durante la primera mitad de 1993, 728.000 eran empleos a tiempo parcial, en el sector de servicios y mal pagos.
[11].- Reproducidos por Clarín, 2/3/96.
[12].- Ernesto Kritz: "¿Por qué ahora crece el empleo?". En Buenos Aires Económico, 6/2/98, p.10.
[13].- Claudio Lozano: "Convertibilidad y desempleo". En Informe de coyuntura, Centro de Estudios Bonaerense, mayo 1996, p. 75.
[14].- CEPAL: Balance preliminar de la economía de América Latina y el Caribe, dic. 1997. Pp. 6-7.
[15].- La Nación, 6/2/98.
[16].- «...ahora el valor se crea mediante la "productividad" y la "innovación"... los grupos sociales dirigentes de la sociedad del saber serán los "trabajadores del saber", ejecutivos que saben cómo aplicar el saber a un uso productivo: profesionales del saber, empleados del saber... La dicotomía estará entre "intelectuales" y "gestores"; los primeros ocupándose de palabras e ideas; los segundos, de personas y trabajo». P. Drucker: ob. cit., p. 14.
[17].- Informe de coyuntura laboral. Secretaría de Empleo y Capacitación Laboral, Ministerio de Trabajo, noviembre 1997, pp. 20-22.
[18].- Informe de seguimiento y evaluación. Secretaría de Empleo y Capacitación Laboral, Ministerio de Trabajo, agosto 1997, p. 7.
[19].- «...Si no hubiéramos desarrollado Windows, hubiéramos perdido el mercado del sistema operativo a manos de un competidor como Apple... Si no hacemos grandes progresos, los usuarios tendrán escasos incentivos para actualizar sus equipos, o comprarán productos de otras compañías rivales... Si una empresa fabricante de computadoras no mantiene el ritmo en las innovaciones, pronto desaparecerá del mercado». El empresario de Microsoft Bill Gates en Clarín Informática, 4/2/98, p. 24.
[20].- Mario Rapoport: "La globalización económica: ideologías, realidad, historia". En CICLOS Nº 12, 1er. semestre de 1997.
[21].- Claudio Lozano, art. cit., p. 71.
[22].- Clarín, Suplemento Económico, 21/9/97.
[23].- Clarín, Suplemento Económico, 4/1/98.
[24].- Julio Godio: "Crear una categoría de trabajo estable con menor indemnización". Diario La Capital, Mar del Plata, 2/2/98.
[25].- Robert R. Reich: "Empresarios más flexibles, obreros mejor capacitados". Clarín, 9/2/98, p. 13.
[26].- Ana P. de Quiroga, Temas de Psicología Social Nº16, octubre 1997, pp. 37-8.