América Latina entre Estados Unidos y Europa

América Latina entre Estados Unidos y Europa
Una relación triangular en el escenario "global"


Rubén Laufer
En La Gaceta de Ciencias Económicas. 2002.


Con el desmembramiento de la URSS y del bloque soviético se dio curso a una acelerada reconfiguración de las relaciones de poder entre las grandes potencias. La reunificación del mercado capitalista mundial conllevó la "globalización" de los mercados y también la de la crisis, aunque ella desde luego reviste distinta naturaleza en los países imperialistas y en los países atrasados y dependientes.
El fin de la guerra fría y del sistema bipolar de las superpotencias devino en la emergencia de una estructura mundial multicéntrica. Los Estados Unidos constituyen la única superpotencia global (económica, política, militar). Pero, tras la profunda crisis de 1971, no han podido volver a detentar el grado de predominio que poseían en los años '50 y '60; durante la última década se han visto precisados a recurrir a su incuestionable superioridad militar para compensar los desafíos que en el campo económico, financiero y científico-tecnológico le plantean las potencias competidoras. El fortalecimiento de la Unión Europea se mide principalmente, hasta el momento, en términos económicos; a lo largo de la década se consolidó ­junto con los Estados Unidos y Japón­ como uno de los tres grandes centros de poder económico, tecnológico y político, y dio los primeros pasos en pro de su cohesión militar. China, tras más de dos décadas de ejecución de amplias reformas capitalistas, plantea abiertamente sus aspiraciones a transformarse en nueva superpotencia en el futuro próximo. Todo esto en un mundo fracturado, donde el fin de la guerra fría dejó paso a nuevas expresiones de la competencia entre esos centros. La batalla de los subsidios es uno de esos capítulos: hacia fines de los '90 los países europeos destinaban a la Política Agrícola Común (PAC) nada menos que 140.000 millones de dólares anuales.

A partir del Tratado de Maastricht –entrado en vigencia el primer día de 1993–, la CEE mantuvo como prioridades el afianzamiento de la integración económica, la gestación de políticas comunes en las áreas monetaria, exterior y de defensa, y la extensión orgánica de la Comunidad hacia los países de la ex órbita soviética en el Este europeo. La posterior puesta en marcha de la moneda única y de un banco federal fue un paso sustancial en la misma dirección. También lo ha sido la impresionante ola de fusiones empresariales, inversiones transfronterizas, absorciones y acuerdos de comercialización operada desde fines de los ´80. Todo ello confirió a los países comunitarios un papel de relevancia en el escenario económico internacional de los años ’90.
Al mismo tiempo, el acelerado proceso de formación de espacios regionales plurinacionales orientados hacia la integración económica –Europa, el Area de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), Japón y su área de influencia en la región Asia-Pacífico– se ha constituido en uno de los rasgos más visibles del nuevo escenario. El proceso de “regionalización” constituye el modo contradictorio en que se manifiesta la “globalización” de las relaciones económicas internacionales. Se trata de un desarrollo por ahora limitado a la formación de megamercados, asociados, cada uno, a uno de los grandes polos del poder económico mundial, pero por ello mismo también con evidentes connotaciones políticas y estratégicas. La progresiva integración y liberalización de los flujos económicos en el interior de dichos espacios convive con una visible acentuación del proteccionismo entre los mismos, configurándose así una tendencia hacia la formación de bloques económicos, proclives a constituirse en verdaderas “esferas de influencia”, alineadas con las distintas potencias que rivalizan por mercados y posiciones políticas y militares ventajosas. En el continente americano, las alternativas alrededor de la conformación de un Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA) impulsada centralmente por los Estados Unidos, y el intenso debate, en ese contexto, sobre el rol del Mercado Común del Sur (Mercosur), en el que tienen peso relevante los grupos locales intermediarios de capitales europeos, se inscriben en las mencionadas características del proceso de “regionalización” en curso.
Desaparecidos en los umbrales de los '90 los condicionantes que hasta entonces le había impuesto el sistema mundial bipolar, la Comunidad Europea reactualizó su interés por el acercamiento estratégico con América Latina. Aproximación concebida como pilar fundamental para los objetivos europeos en la competencia hegemónica con los Estados Unidos. En ese marco, el proceso de integración en el sur del subcontinente atrajo -desde mediados de los '80- el interés de los países europeos como prometedor mercado de inversión y de colocación de bienes industriales y de capital.
España, en particular, se dio una estrategia de acercamiento político hacia los países latinoamericanos. Con ella Madrid aspiraba a complementar su necesidad de reestructurar sus producciones y mercados, derivada de la incorporación de España a la Comunidad Europea en 1986. La política liberal de apertura y privatizaciones que se impuso en la mayoría de los países latinoamericanos fue convergente con ese proyecto.
Los intereses hispanos avanzaron notablemente en Argentina, Chile, Perú y otros países. Como consecuencia, entre 1990 y 1998 la participación de América Latina en el total de IED de origen español creció del 29 a más del 70 por ciento. La mayor proporción de esas inversiones corresponde a los principales consorcios de la península: Telefónica de España, Repsol, Endesa e Iberia, así como los bancos de Santander (Banco Río) y el Bilbao Vizcaya (Banco Francés). No casualmente esta expansión inversora es percibida en el área latinoamericana como una verdadera “reconquista española”; de hecho, constituyó la primera fase de una dura competencia entre empresas españolas y norteamericanas por el control de los principales resortes de la economía regional.
Las llamadas Cumbres Iberoamericanas, llevadas a cabo anualmente a partir de 1991, y la conmemoración del quinto centenario del Descubrimiento de América, se encuadraron dentro de similares objetivos. España avanzó así en la meta de constituirse en “puente” de las relaciones bilaterales entre el bloque europeo y América Latina. Este esquema de regionalismo abierto estuvo y está dirigido fundamentalmente a contrarrestar la proyección continental de los Estados Unidos ­promovida, desde mediados de los ’90, a través de la perspectiva de una Asociación de Libre Comercio de las Américas (ALCA)­, afianzando la influencia de la Unión Europea y la gravitación de sus grupos económicos en las economías internas de la región.
En este sentido, la conformación del Mercosur se constituyó en un eje alternativo a los proyectos de Washington y relativamente funcional al interés de los consorcios europeos, que a partir de él proyectan una asociación interregional de carácter global. El Acuerdo-marco de cooperación inter-regional firmado en diciembre de 1995 en Madrid por los cuatro presidentes del Mercosur y sus contrapartes de la Unión Europea fue la primera fase de preparación de esa asociación. Ella es presentada como una oportunidad para que los países de nuestra región diversifiquen sus relaciones económicas y afirmen su identidad nacional propia, contrapuesta a la perspectiva de una absorción de los países del Cono Sur en un marco “americano” (el ALCA). La cristalización de tal tipo de asociación interregional implicaría de hecho volcar decisivamente hacia uno de los lados la “relación triangular” en la que se traduce la potente rivalidad entre las grandes potencias por el predominio en América Latina.
Los remezones de la crisis argentina hacen temblar a la casi totalidad del subcontinente. En el contexto general de un extraordinario agravamiento de la vulnerabilidad externa de nuestras economías, esa "triangularidad” no hace más que acentuar el desgarro.