Estados Unidos ante el Brasil y la Argentina

Estados Unidos ante 
el Brasil y la Argentina

Los golpes militares de la década del ´60 *


Mario Rapoport y Rubén Laufer **
Publicado en “Cuadernos de Ciclos”, Nº 6, diciembre de 1999.


EL ESCENARIO INTERNACIONAL

Las relaciones de Brasil y Ar­gen­tina con los Estados Unidos susci­tan especial interés, tanto por la gravi­tación de ambos países en el escenario econó­mico y político latinoamericano, como por el decisivo papel que en el mismo han desempeñado histórica­mente los vínculos con las grandes potencias.
El estudio de acontecimientos políticos significativos ocurridos en ambos países en parecidas épocas y circunstancias, puede arrojar luz sobre similitudes y diferencias en los contex­tos, sobre la madeja de intereses inter­nos que actuaron en períodos cruciales, y sobre la incidencia que en esos episo­dios tuvieron las prioridades de la polí­tica exterior norteamericana. Una de esas coyunturas es la que dio lugar al golpe de Estado que derrocó a Joao Goulart en Brasil (1964), y al que acabó con la presidencia de Arturo Illia en la Argentina (1966).

A comienzos de la década de los '60 el mundo asistía a una verdadera escalada del conflicto bipolar. La Guerra Fría entre ambas superpoten­cias y sus respectivos bloques constituye el marco de referencia obligado para el estudio y la comprensión de las relacio­nes económicas y políticas internacio­nales de la época.
Con la generalización del con­flicto Este-Oeste, ningún rincón del mundo quedó por fuera de la competen­cia que por la primacía mundial libraban Washington y Moscú. Se reactivó la vieja política de bloques rivales, parti­cularmente a través de la inter­vención militar norteamericana en el sudeste asiático, y del proceso de profundos cambios operados a partir de la muerte de Stalin en la URSS; proceso que, desembocando en el golpe de estado que en 1964 reemplazó al premier Nikita Jruschov por la "troika" Brezhnev-Kosygyn-Podgorny, se mate­rializaría en un acelerado vuelco expan­sionista del gigante soviético. Bajo la cobertura retórica de la “disuasión” por un lado, y de la “competencia pacífica” por el otro, ambas superpotencias dieron un impulso dramático a su carrera armamentista y nuclear. Durante las siguientes dos dé­cadas el mundo sería puesto varias veces al borde de una nueva guerra mundial, como lo eviden­ció la “crisis de los misiles” de 1962. Las relaciones comerciales y diplomáti­cas internacio­nales adquirieron entonces una marcada connotación estratégica.
Otras tendencias secundaban este rasgo decisivo del mundo bipolar. Por un lado se verificaba el creciente prota­gonismo de los países del Tercer Mundo a través del vasto movimiento anticolo­nialista y antiimperialista y de la conformación del Movimiento de los No Alineados. Por el otro, ambos bloques estaban experimentando serias fisuras. China se apartó del bloque soviético. Europa y Japón, completada la recons­trucción de sus economías de los estra­gos de la segunda Guerra Mundial, se transformaban aceleradamente en nuevos centros mundiales del poder económico y financiero, dependientes aún del paraguas militar de los Estados Unidos y al mismo tiempo aspirantes a un margen cada vez mayor de autono­mía política. Los países de Europa occi­dental consolidaban su fuerza econó­mica a través de la integración comuni­taria.
América Latina constituía un campo particular de la rivalidad bipolar. La persistencia de estructuras económi­cas atrasadas y la asimetría de sus rela­ciones económicas con las grandes po­tencias explica la emergencia en varios países de la región, ya durante la década anterior, de una vasta moviliza­ción social y de propuestas políticas de mayor o menor sesgo nacionalista y populista que cuestionaban el atraso y la dependencia y ofrecían caminos alter­nativos en procura del desarrollo eco­nómico y social.
El triunfo de la Revolución Cu­bana de 1959 causó honda conmo­ción en todo el ámbito latinoamericano. La preocupación principal de Washington en la región pasó a ser contrarrestar la creciente efervescencia social –encuadrada en una heterogénea gama de corrien­tes reformistas o revolu­cionarias- y las tendencias de algunos de sus gobernan­tes hacia el nacionalismo económico, fenómenos que los círculos dirigentes norteamerica­nos atribuían linealmente a la penetración soviética e identificaban con la "infiltración comu­nista". El tema de las "amenazas extra­continentales" dominó, en agosto de 1960, la Confe­rencia de la OEA en Costa Rica.
Frente a la convulsionada realidad latinoamericana de aquellos años, que la diplomacia y los servicios de inteligen­cia estadounidenses percibían preñada de amenazas para los intereses más ge­nerales de la superpotencia, la política regional del presidente John F. Kennedy encaró una estrategia de alcance continental, incluyendo el reformismo preventivo y asistencialista de la Alianza para el Pro­greso (APEP), las habituales presio­nes diplomáticas y financieras, la acción coordinada desde el Pentágono de los ejércitos “americanos” en la lucha con­trainsurgente, y la vía del intervencio­nismo armado practicada en el respaldo al intento restaurador de los exiliados cubanos en Playa Girón: métodos, todos, complementarios de la política continental de “contención del comu­nismo”. Tras la desaparición de Kennedy, durante el período presiden­cial de Lyndon Johnson, Washington endureció su política exterior, que se desplazó crecientemente -en el marco doctrinario de las “fronteras ideológi­cas”- hacia el enfoque estratégico-mili­tar, a través de pactos bilaterales de asistencia, “opera­ciones” de golpismo encubierto (Brasil, Argentina), y de la intervención militar unilateral como en Santo Domingo, a la que se trató luego de legitimar con el paraguas “colectivo” de una “fuerza in­teramericana” de la OEA. La deci­sión de invadir la República Dominicana en abril-mayo de 1965 marcó el vuelco decidido hacia la "solución mili­tar", dando así el definitivo golpe de gracia a los objetivos proclamados que ha­bían inspirado la creación de la Alianza para el Progreso.
El fracaso de la APEP conllevó también el ocaso de los enfoques "sociales" (desarrollistas) entonces predo­minantes en las dirigencias políticas la­tinoamericanas, y el reforzamiento en los Estados Unidos de las tendencias proclives a la solución represiva o mili­tar. Sobre el trasfondo de la aguda con­frontación bipolar -manifiesta en la intensificación de la escalada militar norteamericana en Vietnam-, los países latinoamericanos quedaron involucrados de lleno en la Guerra Fría.
La dimensión continental de las políticas norteamericanas hacia los paí­ses del Cono Sur se tradujo en la ge­ne­ralizada adopción por sus Fuerzas Ar­madas de la doctrina militar propug­nada desde el National War College, centrada en el combate al "enemigo in­terno". Los Ejércitos latinoamericanos debían refor­zar su función de garantes del orden económico y social. La “de­fensa del mundo occidental” -bajo coordinación de EE.UU.- sustituyó el principio de la defensa nacional, cuyos intereses eran identificados con los de la potencia líder del "mundo libre".
La nueva estrategia norteameri­cana procuraba impedir que cualquier potencia foránea (esto es, la URSS) pudiera hacer pie militarmente en el "hemisferio", y combatir tanto el estado de creciente insurrección social de las masas populares como las ten­dencias nacionalistas y anti-norteame­ricanas –e incluso todo “neutralismo”- latentes en sectores gravitantes de las clases diri­gentes y de las Fuerzas Ar­madas, que pudieran abrir una brecha favorable a lo que la política exterior norteamericana entendía como “explotación comunista” de la crisis económica y el descontento social[1].
Más allá de sus particularidades nacionales –históricas y políticas- puede hallarse un sustrato común en la notoria incidencia que la diplomacia y la inteli­gencia norteamericanas tuvieron en los procesos que desembocaron en los gol­pes de Estado de 1964 y 1966 en Brasil y Argentina. Existe en ello un hilo con­ductor que viene de mucho antes, y que evoca el notable paralelismo de la acti­tud de Estados Unidos frente a las res­pectivas coyunturas políticas en 1945, represen­tadas en la contradicción entre el emba­jador de Washington Adolph Berle y el presidente Getúlio Vargas en víspe­ras de su abandono del gobierno en Brasil, y la que enfrentó a Spruille Braden y Juan D. Perón en los umbrales del ascenso de éste al gobierno en la Argentina. La acti­vidad de ambos embajadores en aquella época se encua­dra igualmente en los objetivos de una política latinoameri­cana global de los Estados Unidos. En la inmediata posgue­rra, esa estrategia bus­caba centralmente eliminar todo resto de influencia nazi en la región. Mientras Braden se constituía en entusiasta promotor de la Unión De­mocrática y alen­taba maniobras golpistas para impedir el triunfo de Perón, Berle alentaba en Brasil iniciativas similares para forzar el alejamiento de Getúlio Vargas de la presidencia; caso éste más sorprendente, si se tiene en cuenta que Vargas –a dife­rencia de los gobiernos argentinos- había involucrado a su país en la guerra junto a los Aliados, y que las presiones nortea­mericanas sobre la situación bra­sileña alinearon en defensa de Vargas a secto­res de la izquierda que antes habían atacado sus simpatías pro-germanas.
Más recientemente -y más allá de la heterogeneidad de sus protagonistas internos y de sus respectivos respaldos internacionales- volverán a detectarse similares elementos comunes en los pro­cesos políticos que desembocaron en las trágicas experiencias de las dictaduras militares encabezadas en Chile por el general Pinochet en 1973, y en la Ar­gentina por el general Videla en 1976.

EL GOLPE DE ESTADO DE 1964 EN BRASIL


Joao Goulart asumió la presi­den­cia en agosto de 1961, en el marco de una grave crisis institucional, signada por la imprevista renuncia del presidente Janio Quadros y la abierta lucha entre la mayo­ría de los representantes parlamentarios por un lado, y los ministerios militares del otro, a favor y en contra respectiva­mente de la sucesión constitucional por el vice­presidente Goulart, proveniente del labo­rista PTB. Esta oposición se resolvería transitoriamente en un precario acuerdo, cristalizado en la incorpora­ción de una enmienda constitu­cional que sustituía el régimen presiden­cialista por una forma de gobierno parla­mentaria.
Goulart accedía a la presidencia con apoyo de una parte de la dirigencia sindi­cal y de una corriente nacionalista militar (con­solidada durante el período var­guista), con centro en el poderoso Tercer Ejército –con base en el estado de Río Grande do Sul, gober­nado entonces por el cuñado de Goulart, Lionel Brizola-, y cuya cabeza era su ex compa­ñero de fórmula en 1960, el maris­cal Teixeira Lott. Su figura era fuerte­mente cuestionada por sectores política­mente  conservadores del espec­tro social y militar que denuncia­ban sus vinculacio­nes “comunistas”. Represen­tantes de la alta oficialidad militar com­plotaron abiertamente con­tra él y se mo­vilizaron en procura de respaldo civil desde el momento mismo de su asunción. La CIA estaba bien infor­mada de ello[2].
Desde el gobierno, y sobre el tras­fondo de una situación social recalen­tada por los crecientes reclamos obreros y de los agricultores organizados en las Ligas Campesinas del Nordeste, Goulart avanzó en su control del Ejército me­diante el manejo del sistema de promo­ciones, y logró reinstaurar el régimen presidencia­lista, mediante un plebiscito en el que derrotó al parlamentarismo anteriormente insti­tuido en contra suya por el Congreso. Así gestó la base polí­tica desde la que puso en práctica un programa reformista y nacionalista, una de cuyas figuras pro­minentes fue el economista “cepaliano” Celso Furtado, ubicado al frente de un ente estatal de Planifica­ción que inscribía entre sus objetivos la reforma agraria.
Empujado por la radicalización social –en ascenso entonces en todo el ámbito latinoamericano-, y buscando asentar el desarrollo económico-social brasileño en una activa movilización de los recursos de capital y humanos del país, impulsó la reforma electoral que daría el voto a los analfabetos –amena­zando con ello el poderío parlamentario de la bancada “ruralista”-, y aprobó la expropiación de varias empresas nor­teamericanas, entre las que se destaca­ron la Companhia de Energia Elétrica Rio-Grandense en Porto Alegre, filial del hólding AMFORP, y la Companhia Telefônica Nacional, subsidiaria del monopo­lio de las telecomunicaciones ITT[3].
Su programa político-económico no implicaba novedad: se inscribía en la corriente mundial de los movimientos nacionalistas-reformistas que buscaban llevar a la práctica las aspiraciones nacio­nales de desarrollo e independen­cia, y que desde fines de los ´50 encar­naban países como Egipto, Irán e Irak. Corriente que, a nivel mundial, comen­zaba a concitar el interés político de la estrategia soviética, en la medida en que esas aspiraciones reformistas e indepen­dentistas afecta­ban los intereses de las potencias “occidenta­les” rivales.
El nuevo presidente del Brasil no era un revolucionario. “Goulart, con su background de latifundista, estaba lejos de ser el prototipo de un izquierdista radical –define en sus memorias quien fuera embajador de Goulart en Estados Unidos, Roberto Campos-. Pero estaba siendo empujado hacia la radicaliza­ción en la peligrosa esperanza de ca­balgar al tigre sin ser comido por él”[4].
En consonancia con su política inte­rior, y en el contexto internacional de la Guerra Fría, Goulart continuó basando las relaciones del Brasil en los principios de la Política Exterior Inde­pendiente (PEI) formulados durante la breve presidencia de su predecesor Janio Quadros. La PEI, consecuente­mente representada por el canciller San Tiago Dantas, aspiraba a mejorar la inserción brasileña en el esce­nario político y eco­nómico internacional mediante la pro­moción de la paz mundial, la coexisten­cia pacífica entre las super­potencias y el desarme, así como la de­fensa de los principios de autodetermina­ción y no intervención. Procuraba intensi­ficar las relaciones comerciales con todas las naciones, incluidas las del bloque so­viético, y ampliar el mercado externo para los productos primarios brasileños. En creciente contradicción con la orien­tación que impregnaba la política esta­douni­dense de la Alianza para el Pro­greso, deseaba también ensanchar el margen de autonomía tanto en la formu­lación de planes de desarrollo como en la aplica­ción de toda ayuda externa.
Con estos objetivos, la diplomacia brasileña postulaba la transformación de las estructuras económicas internaciona­les, y sustentaba la idea de un frente unido de las naciones periféricas por el desarrollo[5].
Estas orientaciones suscitaron una fuerte resistencia interna. A comienzos de 1962, sectores representativos de los grandes hacendados y de la concentrada industria extranjera y nacional brasileña -sectores que estaban en la base de las variadas orgazaciones anticomunistas de la derecha social y política brasileña fundadas en apenas dos años-, así como grupos minoritarios de la oficialidad y las más altas jerarquías de la Iglesia, eran ya partidarios de dar un corte contundente –golpista- al nudo gordiano que planteaba el ascenso de la movilización obrera y cam­pesina y del nacionalismo reformista y de sesgo antiimperialista de la línea Quadros-Goulart, en todo lo cual veían una amenaza directa a sus intereses secto­riales. Visto el considerable apoyo popu­lar de que gozaba Goulart, esos sectores de la dirigencia social y política buscaron "convencer" al embajador norteamericano Lincoln Gordon de que los Estados Unidos res­paldaran tal tipo de “salida”.
Pese a las múltiples prevenciones que el Departamento de Estado albergaba respecto de los antecedentes y el pro­grama político de Goulart, Washington adoptó de inicio una polí­tica de “coopera­ción cautelosa”[6]. Gordon pensaba enton­ces que la línea de acción conveniente no era todavía el desplazamiento del go­bierno; por el contrario, la única alterna­tiva –creía- era fortalecerlo. En conso­nancia con los funcionarios de inteligen­cia de Washington calculaba que, aunque Goulart seguiría enfatizando el carácter independiente de su política exterior, la necesidad del auxilio financiero estadou­nidense y otras consideraciones de polí­tica interna lo tornarían "menos trucu­lento hacia los Estados Unidos que lo que había sido la administración Quadros"[7]. Así, la diplomacia norteame­ri­cana no atribuyó pública­mente al presi­dente, sino a su canciller San Tiago Dantas, la responsabilidad por la decisión de reanu­dar las relaciones diplomáticas con la URSS (noviembre de 1961), y por la oposición brasileña a las sanciones impul­sadas por Washington contra Cuba en la Conferencia de la OEA de Punta del Este (enero de 1962). La posición brasi­leña en esta Conferencia puso al gobierno de Kennedy frente a una disyuntiva: el embajador norteameri­cano ante la OEA, deLesseps Morrison, era partidario de forzar a Brasilia a aprobar las sanciones; en cambio, el grupo de asesores que in­cluía a Rostow, Goodwin y Schlesinger temía que el intento de imponer al Brasil tal “acuerdo” pudiera llevar a la fractura de la OEA y al reforzamiento de las posi­ciones anti-norteamericanas más radicali­zadas en Brasil mismo. Esta posición se impondría transitoriamente. A fin de cuentas, Brasil era más importante que Cuba[8].
Pero Washington no podía admitir otra Cuba, y menos una de dimensiones continentales como Brasil, el país más poblado y económicamente más impor­tante de Sudamérica.
El año 1962 marca un punto de in­flexión en la política norteamericana hacia el gobierno de Goulart. Bajo la presión de los sectores conservadores internos, de los intereses norteamerica­nos afectados por las expropiaciones y de los “duros” del Departamento de Estado preocupados por el rumbo de la política exterior brasileña, los Estados Unidos –a través de la CIA y de la propia Embajada- modificarían su posición vacilante, pa­sando a colaborar activamente con grupos anti-Goulart como el IPES (Instituto de Investigacio­nes y Estudios Sociales) y el IBAD (Instituto Brasileño para la Acción Democrática)[9], financiando su equipa­miento y propaganda. Este respaldo estuvo incluso en el trasfondo de la crea­ción de organizaciones campesinas auspi­ciadas por la Iglesia brasileña, con el declarado fin de contraponerlas a las Ligas Campesinas encabezadas por Francisco Julião en el Nordeste y a la potencial influencia de la fracción recientemente escindida del prosoviético PC Brasileño y que constituiría el PC do Brasil, una organización que buscaba arraigar en el campesinado pobre del país.
En marzo de 1962 las autoridades norteamericanas aprobaron un acuerdo de asistencia financiera negociado por el FMI con San Tiago Dantas, pero advirtie­ron que todo nuevo aporte quedaba sujeto a la aplicación de un duro programa de estabilización. El gobierno norteameri­cano pasó a utilizar recurrentemente el “arma” financiera para condicionar y forzar la modificación de las políticas de Goulart. En el curso del mismo año, el FMI bloqueó los fondos compensatorios acordados a Dantas, reduciendo de 100 a 60 millones de dólares el préstamo concedido. Luego, al tiempo que se sus­pendía toda asistencia al gobierno federal, el gobierno norteamericano pasó a nego­ciar la concesión de fondos directamente con los gobernadores estaduales de la oposición (particularmente el que encabe­zaba en Guanabara el conservador Carlos Lacerda), y condi­cionó el refinancia­miento de la voluminosa deuda externa brasileña a la previa satisfacción de los acreedores europeos, cuya parte era en conjunto mayor que la de EE.UU. El inicio de esas negociacio­nes tendría lugar en París en marzo de 1964, poco antes del derrocamiento de Goulart.
Las presiones estadounidenses no fueron ajenas a la renuncia de Dantas como ministro de Exteriores, ni al rechazo parlamentario a su designación como primer ministro a mediados del ’62, poco después de la visita en abril de Goulart y su canciller a Estados Unidos para la concreción de un paquete de asis­tencia de la APEP con destino al empo­brecido Nordeste brasileño. Práctica­mente en forma simultánea con la firma de este acuerdo, el Departamento de Es­tado lanzó una campaña agitativa de la opinión pública centrando en el fracaso de Goulart frente a la grave crisis econó­mica que estremecía al Brasil con infla­ción, salarios estatales impagos, escasez de alimentos, desempleo, migración de la población rural a las ciudades, invasiones campesinas de haciendas, huelgas y difi­cultades financieras.
Un nuevo hito del intervencio­nismo norteamericano en la política interna del Brasil fueron las elecciones parlamenta­rias y estaduales de octubre del ’62, deci­sivas porque en ellas se renovaría la tota­lidad de los Diputados, dos tercios de las bancas del Senado y la mitad de las go­bernaciones. El “modelo” de injerencia desarrollado allí sería nuevamente utili­zado en las elecciones presidenciales de Chile en 1964. El núcleo de tal “modelo” no era otro que la hoy comúnmente lla­mada “desestabilización” política. El embaja­dor Lincoln Gordon admitiría más tarde que los Esta­dos Unidos “invirtieron” unos 5 millones de dólares en la misión de torcer la voluntad electoral de parte signi­ficativa de la ciudadanía brasileña –otras fuentes calculan entre 12 y 20 millones de dóla­res-, en su mayor parte proporciona­dos por la CIA y canalizados a través del First National Bank of New York y del Royal Bank of Canada. Paralelamente, el propio Presidente Kennedy tomó la deci­sión de usar fondos de la agencia oficial de asis­tencia USAID para la construcción de obras públicas que ayudaran a crear ima­gen favorable a los candidatos a go­bier­nos estaduales enfrentados a Goulart[10].
Tal como el embajador Gordon preveía a fines de 1961, las urgencias financieras y los condicionamientos polí­ticos signaron el cambio de orientación que produciría la designación de Araújo Castro al frente de las Relaciones Exterio­res del Brasil en agosto de 1963. Las pautas del nuevo ministerio alterarían sensiblemente la Política Exterior Inde­pendiente, considerando (en aras de la “emulación pacífica” proclamada por la dirigencia del Kremlin) ya obsoleta la bipolarización del sistema de poder mun­dial, abandonando en consecuencia la línea de “negociación neutralista” y acentuando el perfil desarrollista de los nuevos parámetros de la política exterior. En el plano interno esto se correspondió con los lineamientos esencialmente “ortodoxos” de la estabilización econó­mica promovida por el Plan Trienal (1963-65) elaborado por el ministro de Desarrollo Económico, Celso Furtado[11].
Paralelamente, la diplomacia nor­teamericana alentaba maniobras objeti­vamente golpistas desde dentro mismo del gobierno: salteando la autoridad presidencial, Araújo Castro dispuso -a iniciativa del gral. Castello Branco y mediante un simple cambio de notas con el encargado de negocios de la embajada estadounidense- la revalida­ción del Acuerdo Militar bilateral de 1952. El pacto de 1952 atribuía al Ejército nor­teamericano derechos exclusivos para colaborar en la organización y operación de la Escuela Superior de Guerra, según el modelo del National War College de Whington[12]. En la práctica, su revali­dación proporcionaba una base legal para una potencial intervención armada en el Brasil con el pretexto de reprimir la “agresión comunista”.
No obstante, las relaciones econó­micas internacionales del Brasil siguieron teniendo uno de los pilares de su "poder de negociación" en el intercambio con los países del Este: en abril de 1963 se había firmado un acuerdo comercial con la URSS que preveía la triplicación del comercio bilateral, de U$S 70 millones en 1962, hasta U$S 220 millones en 1965[13].
En la medida en que las políticas de Goulart afectaban los intereses norteame­ricanos, la diplomacia y los organismos estadounidenses de asisten­cia intensifica­ron su campaña de desprestigio, caracte­rizando al gobierno brasileño como "inepto", especialmente por no suscribir las medidas de "autoayuda" prescriptas por la APEP y los programas de estabili­zación sugeridos por el Banco Mundial y el FMI. Se lo acusaba de oportunista e interesado en sacar ventajas políticas del descontento económico y social resultante de la recesión económica, y del soterrado sentimiento nacionalista exis­tente[14].
Cuando, hacia mediados de 1963, Goulart ensayó –mediante la reactivación de una ley de remesas de ganancias que afectaba al capital extranjero- medios de resistencia ante la ofensiva golpista apañada por Washington, la Casa Blanca hizo llegar a la Embajada norteamericana en Brasilia orientaciones con un claro sentido de advertencia (válido también para la Argentina, transcurrido un mes escaso de la cuestionada victoria de la UCR del Pueblo en las urnas y faltando dos meses para la asunción de Illia). La diplomacia estadounidense debía enfati­zar, “tanto mediante la palabra como mediante la acción”, que los Estados Unidos “favorecen la reforma social y económica y el desarrollo tan fuertemente como la estabilidad financiera y la pro­tección de la inversión extranjera”[15]. Los objetivos del Departamento de Estado se hicieron cada vez más explíci­tos: “Promover y fortalecer en todos los sectores de la vida brasileña fuerzas democráticamente orientadas que puedan contener los excesos no democráticos o anti-democráticos de Goulart o de sus partidarios izquierdistas o ultranaciona­listas... y facilitar la sucesión más favo­rable posible en el caso de que una crisis del régimen lleve a la remoción de Goulart, y en todo caso en las elecciones de 1965”[16].
El populismo de Goulart recibía, entonces, presiones de dos flancos. De un lado, los Estados Unidos cuestionaban cada vez más sus actitudes (e incluso su legitimidad), y presionaban para que Brasil abandonara las iniciativas de reforma agraria y las expropiaciones, principalmente de AMFORP e ITT. Del otro, la creciente movilización de las masas obreras y campesinas motorizaba la crítica desde la izquierda interna a la tendencia oficial a la conciliación, por parte de sectores nacionalistas y reformistas como el gobernador de Río, Lionel Brizola[17].
Hacia fines de 1963 el Departa­mento de Estado sistematizó su injeren­cia en la situación interna brasileña para provocar el derrocamiento de Goulart. Según el embajador Gordon, la preocu­pación norteamericana era que el "auto­ritarismo izquierdista" de Goulart pudiera provocar "un golpe más radical y proba­blemente dirigido por los co­munistas contra Goulart"[18]. También para el diplomático Roberto Campos, el deterioro de la situación en Brasil abría la posibi­lidad no de una sino de dos reacciones militares: una contra Goulart y otra a favor suyo, abriendo un rumbo de guerra civil de imprevisibles deriva­ciones y con un potencial "efecto dominó" en otros países de América Latina[19].
Realista o no, esta perspectiva precipitó una sucesión de accio­nes de la diplomacia y la inteligencia norteameri­canas dirigidas a acelerar y orientar el desemboque golpista. Puntos decisivos en este rumbo fueron la desig­nación como agregado militar de la Embajada en Bra­silia del general Vernon Walters, viejo amigo personal del mariscal Humberto Castello Branco, y el envío del emisario de la CIA Dan Mitrione, quien tuvo a su cargo la organización del contrabando de armas destinadas a la formación de grupos paramilitares golpistas[20]. El entonces coronel Walters tenía antiguos vínculos con los oficiales brasileños que habían formado parte del destacamento que luchó junto a sus colegas norteameri­canos en la segunda Guerra Mundial. Aunque posterior­mente descartó en forma reite­rada que los Estados Unidos –y él perso­nalmente- hubieran tenido participa­ción alguna en la gestación del golpe del 31 de marzo de 1964, son numerosos los indi­cios de que tal interpretación no es en absoluto infundada. El mismo Roberto Campos admite, aunque indirecta­mente y responsabilizando del golpe principal­mente al propio Goulart, que “parecía extraño que Walters hubiese, en tele­grama del 27 de marzo al Departa­mento de Estado, adivinado hasta la propia fecha del levanta­miento”[21]. Y el propio Vernon Walters, en entrevista concedida a comienzos de setiembre de 1999, frente a la acusación de haber apoyado el golpe de Castello Branco, esboza una respuesta elusiva que conlleva una admisión implí­cita: “¿Qué consejo podría haberles dado yo a los militares brasileños, que en esa época ya habían derrocado a dos presi­dentes? –interroga a su vez al periodista-. Ellos no necesitaban mi apoyo... Lo que hay que comprender es que en aquella época, en América Latina, los militares eran vistos como ‘garantía del orden y de la Consti­tución’”[22].
Los Estados Unidos utilizaron también siste­máticamente los Programas de Asistencia Militar (MAP) como ins­trumento de penetración política e ideoló­gica en los estamentos militares[23]. El Jornal do Brasil publicó, en diciembre de 1976, un tele­grama confi­dencial del 4 de marzo de 1964 enviado por el embajador Lincoln Gordon al Subsecretario de Estado Thomas Mann, en el que se decía: “Nuestro MAP es un factor altamente influyente en la adop­ción por los milita­res [brasileños] de una actitud pro-EE.UU. y pro-Occidente... Como conse­cuencia del entrenamiento y aprovisio­namiento de material, el Programa de Asistencia Militar se torna un vehículo esencial en el establecimiento de una estrecha relación con los oficiales de las Fuer­zas Armadas”[24]. El mismo documento califica a los militares brasileños  como “un factor esencial en la estrategia de contener los excesos izquierdistas del gobierno de Goulart...”. Y agrega sugestiva­mente: “Las Fuerzas Armadas no sólo tienen capacidad para suprimir posibles desórdenes internos, sino también para servir como moderadores en los asuntos políticos brasileños...”.
Finalmente, el gobierno nortea­meri­cano acompañó el movimiento militar con el montaje de la llamada "Operación Brother Sam", que incluyó la moviliza­ción de una fuerza naval desde la sede del Comando Sur esta­dounidense en Panamá, para un poten­cial apoyo armado al le­vantamiento. Una comunicación ultrase­creta enviada por la embajada norteame­ricana en Río de Janeiro al Estado Mayor Conjunto en los primeros días de abril –pocas horas después de producido el golpe- aludía a un fardo de 110 toneladas de armas y municiones, que permanecía pendiente de una determinación del em­bajador Gordon sobre la necesidad de un eventual apoyo norteamericano por parte de las fuerzas militares brasileñas; según el mismo documento, una fuerza de tareas de transporte continuaba su marcha hacia el Atlántico Sur hasta tanto hubiera cer­teza definitiva de que no haría falta una “demostración de poderío naval”[25]. El propio Embajador Gordon reconoció –mucho más tarde- la paternidad de la idea de la “Operación”[26]. Pero no habría resisten­cia orga­nizada: la “Operación Brother Sam” fue suspen­dida.
Gordon saludó con entusiasmo la caída de Goulart el 1º de abril, decla­rando antes de transcurrido un mes que ello daría al Brasil una nueva oportuni­dad para realizar los ideales de la Alianza para el Progreso. A comienzos de mayo, en un discurso en la Escuela Supe­rior de Guerra de Río de Janeiro, exaltó la “revolución” equiparándola, entre los hitos decisivos de la historia mundial de mediados del siglo XX, con el Plan Marshall y la resolución de la crisis de los misiles en Cuba[27]. Existe, además, transcripción de un diálogo entre el presidente Johnson y el Secretario de Estado Adjunto para Asuntos Interame­ricanos Thomas Mann, el viernes 3 de abril de 1964, tres días después del golpe. “Mann: Espero que Ud. esté tan feliz respecto al Brasil como lo estoy yo. LBJ: Lo estoy. Mann: Pienso que es lo más importante que ocurrió en el hemisferio en tres años”[28].
Lincoln Gordon conti­nuaría en sus funciones de embajador hasta principios de 1966, cuando fue promo­vido a Secretario de Estado Adjunto para Asuntos Interame­ricanos.
Consumado el golpe de Estado, Washington reconoció al nuevo go­bierno provisional en menos de 24 ho­ras. Lo que siguió en cuanto a las rela­ciones bilatera­les es motivo de otro estudio. Pero lo que es preciso señalar –en la medida en que constituyó un ante­cedente para la actitud que asumiría la diplomacia norteameri­cana frente a los preparativos golpistas en la Argentina dos años más tarde- es la hoy notoria heterogeneidad de la coali­ción conver­gente en el movimiento mili­tar de 1964.
Los dirigentes de Washington se sintieron exultantes con el reemplazo de Goulart por un comando militar que en­cabezaba su “hombre de confianza”, el mariscal Humberto Castello Branco. A apenas tres meses de investido, la CIA estimaba que la “revolución” que había derrocado a Goulart constituía “un serio retroceso para los intereses soviéticos” y que el nuevo presidente había logrado conjurar “las grandes amenazas a la estabilidad política”, elogiando su “firme, responsable y ejecutivo lide­razgo”[29].
Pero ni siquiera Castello Branco sería un incondicio­nal de las políticas liberales recomenda­das por los organismos financieros inter­nacionales, ni de los lineamientos que el Departa­mento de Estado promovía en la política exterior de los estados latinoame­ricanos. Las políticas de la dictadura militar –en particular las iniciativas de planificación económica, un frustrado proyecto de reforma agraria impulsado por el ministro Roberto Campos, y el rechazo al “alineamiento automático” detrás de Washington en los organismos multilaterales- depararían al menos incer­tidumbre en los círculos decisorios de la política exterior de Estados Unidos. Es posible que, pese a la conocida penetra­ción de sus servicios de inteligencia, éstos no estuvieran suficiente­mente prevenidos respecto a la diversidad de tendencias que el frente golpista llevaba encubiertas, y que se impondrían con particular dureza represiva en una “segunda vuelta” con la ascensión del mariscal Arthur da Costa e Silva en 1966.
El Brasil, alineado con los EE.UU. en la 2ª Guerra Mundial, había participado en ella con un contin­gente militar. Castello Branco había sido su jefe de operaciones. Respecto de Costa e Silva, un documento de la LBJ Library afirma que, aunque amigo de Estados Unidos, al no haber servido en aquella Fuerza Expedicionaria carecía del “profundo sentimiento de camaradería que los militares norteamericanos habían desarrollado entre muchos de sus colegas oficiales [brasileños]”[30].
Para algunos autores, el golpe mili­tar de 1964 no implicó en la política exterior del país un viraje de 180 grados. Amado Cervo interpreta la “corrección diplomática” de 1964 apenas como “un paso fuera de cadencia”. Para este autor, el gobierno militar retornaría en corto tiempo a las tendencias naciona­listas de la política exterior brasileña, e incluso muchos de los postulados de la PEI serían retoma­dos por la diplomacia militar en los ’70 con el llamado “prag­matismo respon­sable”. Por su parte, Vargas García critica la interpretación que deriva unila­teralmente el pensa­miento “geopolí­tico” de los militares brasileños (especialmente el de Golbery do Couto e Silva) de la influencia doctrinaria nor­teamericana, enfatizando que el triunfo del heterogéneo frente golpista significó el ascenso al poder de segmentos milita­res nacionalis­tas, emergentes en esencia de una diná­mica política interna propia, que se negó –incluso durante el período inicial de Castello Branco- a practicar el “alinea­miento automático” tras las prio­ridades de los Estados Unidos, y que culminaría en la etapa Geisel con el rompimiento del Acuerdo Militar de 1952[31].
Claro que ya entonces, prome­diando el segundo quinquenio de la década, el escenario internacional com­prendería profundas transformaciones, con el relativo debilitamiento de los EEUU –golpeado militar y política­mente por su derrota que se perfilaba inevitable en Vietnam y por el ascenso del movi­miento de los países del Tercer Mundo, así como por el signo negativo de su balanza de pagos-, y con el surgi­miento de nuevos polos económicos competido­res (CEE y Japón) y la cre­ciente rivalidad con la superpotencia soviética en todo el mundo.
Durante el largo período de casi dos décadas que llenaron Costa e Silva, Garrastazu Médici y Ernesto Geisel, las tendencias nacionalistas en las Fuerzas Armadas, los siempre presentes vínculos de sectores empresariales y castrenses con intereses económicos ligados a las gran­des potencias europeas, y el reverdeci­miento de la movilización estudiantil, campesina y obrera, generarían contradic­ciones aún mayores que las que los Esta­dos Unidos habían querido eliminar con el derroca­miento de Goulart.
                       
EL GOLPE DE ESTADO DE 1966 EN ARGENTINA

La política norteamericana hacia el gobierno de Arturo Illia fue mucho más prudente que la que siguió hacia el presi­dente brasileño Goulart. La Embajada norteamericana en Buenos Aires se man­tuvo en una posición “legalista” aún en el marco del endurecimiento de la política exterior estadounidense tras la asunción del presidente Johnson, y prácticamente hasta que se hizo manifiesto que el golpe de Estado era irreversible[32]. Esto tiene su importancia, ya que el Departamento de Estado estaba perfectamente informado de la existencia de sectores militares opuestos a los lineamientos programáti­cos de Illia y en procura de una oportuni­dad para provocar una “intervención” militar desde muy temprano, incluso desde antes de la asun­ción de la presiden­cia por éste en octubre de 1963[33]. La acti­tud contemporizadora del gobierno nor­teamericano, de todos modos, no impli­caba el abandono de la política de presio­nes y advertencias más o menos veladas para incidir en la situación interna de la Argentina. A mediados del año siguiente el Secretario de Estado comuni­caba al embajador en Buenos Aires: “Somos ciertamente conscientes de las presiones políticas sobre Illia y del riesgo de golpe, independiente­mente de lo que se haga respecto del problema petrolero. Nuestra preocupa­ción se acrecienta –agregaba Dean Rusk, con una apenas disi­mulada carga de amenaza- por el evidente fracaso del gobierno argentino en comprender que hay cierta conexión entre un acuerdo sobre el problema petrolero y su mani­fiesta necesidad de inversiones privadas y de asistencia financiera y económica extranjera”[34].
Aunque el propio Goulart no era ni mucho menos un revolucionario, Illia estaba muy lejos de sustentar un pro­grama de reformas sociales y de política exterior que lo aproximara a un Goulart. Sólo el acelerado ascenso de la tempera­tura mundial en el marco de la Guerra Fría pudo encender en tal medida las prevenciones del Departa­mento de Es­tado respecto del carácter del gobierno radical.
La carrera de Illia hacia los comi­cios de julio de 1963 se desarrolló en un clima político interno signado por la proscripción del peronismo y de su líder, por lo que la UCR del Pueblo obtuvo la primera minoría y la nomina­ción de su candidato en el Colegio Electo­ral con apenas el 25% de los votos. Este hecho cuestionaba la legitimidad de la victoria electoral: esta "marca de origen" consti­tuiría un "caballito de batalla" per­ma­nente de la oposición política y, espe­cialmente, de los sectores internos y ex­ternos que ya desde 1964 comenzaron a tejer la trama del golpe de Estado. El nuevo presidente accedería a la Casa Rosada hostili­zado por la sistemática oposición de la dirigen­cia sindical y de la mayoría parla­mentaria peronista, y condicionado por la coexis­tencia de contradictorias tendencias conservadoras y populistas dentro del propio radicalismo. Su respaldo se limi­taba al sector mili­tar "Colorado", que había resultado derrotado en los enfren­tamientos de 1962.
Al mismo tiempo, las formulacio­nes programáticas de los radicales del pueblo se encuadraban en los lineamien­tos básicos heredados de la intransigen­cia radical y alentados por un trasfondo internacional marcado por las propues­tas económicas nacionalistas en boga en muchos países del Tercer Mundo, orien­taciones que se manifestaron a través de cierta resistencia a las imposiciones del FMI, la concepción de un Estado incli­nado al control y la planificación de la economía, así como a la atención priorita­ria al mercado interno; y, principalmente, en la decisión de denunciar y anular los contratos petrole­ros firmados por el pre­sidente Frondizi.
El gobierno de EE.UU. conocía con mucha anticipación -puesto que había sido proclamada públicamente durante la campaña electoral- la posición del radica­lismo en favor de anular los contratos. Tal vez creía que la debilidad política con que llegaba el gobierno radical haría fácil persuadirlo de que no la llevara a la prác­tica.
Los contratos petroleros de explora­ción y explotación con las empresas extranjeras, nueve de las cuales eran norteamericanas[35], fueron rescindidos argumentando "vicios de forma"; eran cuestionados por no haber sido debatidos por el Congreso ni acordados por licita­ción. La reacción de la diplomacia norteamericana ante el hecho consumado se hizo eco del disgusto de las empresas estadounidenses afectadas por la medida; sin embargo, no fue tan violenta como podía esperarse, sino más bien contempo­rizadora y dispuesta a promover tratativas directas entre las compañías y el gobierno argentino a fin de alcanzar una renegocia­ción de los convenios o, en su defecto, la justa compensación por la rescisión de los mismos.
Durante el curso de las tratativas, y aún cuando la posición de la representa­ción argentina encabezada por el ministro de Economía Eugenio Blanco y el presi­dente de YPF Facundo Suárez se pronun­ciaba en favor no de la renegociación sino de un nuevo llamado a licitación abierto y en condiciones competitivas, las compa­ñías estadouni­denses continuaron produ­ciendo a reque­rimiento del go­bierno ar­gentino sobre la base contractual anterior: el presidente Illia no era en absoluto ene­migo del capital extranjero, y se ocupó personalmente de destacar ante el emba­jador norteameri­cano que los del petróleo y la electricidad eran casos especiales[36]. El gobierno buscaba una solución capaz de conciliar, por un lado, la continuidad de la explota­ción petrolera, y por el otro sus promesas preelectorales. Tras una larga conversación privada con el presi­dente, el embajador McClintock reco­mendó al Departamento de Estado adop­tar una política de “perfil bajo”: tomar a Illia la palabra y dejarlo que enfrentara el embate nacionalista; el funcionario opi­naba que las empresas no tenían motivo para temer una expropia­ción en favor de YPF, como habían ame­nazado personeros del gobierno argentino a comienzos de mayo[37].
Sin embargo, la administración Kennedy no aceptó sin más las disposi­ciones del gobierno argentino, y utilizó la política asistencialista en el marco de la Alianza para el Progreso como un ariete dirigido a doblegar sus limitadas aspira­ciones autonomistas: "Un importante objetivo de Estados Unidos se logró con el retorno de Argentina al régimen demo­crático. El cumplimiento de nuestro obje­tivo actual requerirá paciencia y perseve­rancia mientras la nueva administración sigue probando parte de sus dudosas teorías económicas, y aprende a aceptar la necesidad de la cooperación econó­mica internacional. En este período de transición, el programa de Estados Uni­dos será selectivo, apoyando sectores o metas específicas, pero sin dar respaldo general al gobierno central". Y se agre­gaba: "Si el gobierno argentino fracasa en dar los pasos adecuados para adoptar e implementar las políticas mencionadas, la asistencia de la AID se limitará a acti­vidades muy selectas... La AID enfatizará los préstamos para actividades con un alto componente de intercambio exterior, y evitará financiar proyectos que tendrían el efecto de proveer apoyo al gobierno central"[38].
La diplomacia estadounidense acusó reiteradamente al gobierno argen­tino por actitudes y posturas que caratu­laba de "nacionalismo extremo", "chovi­nismo", e incluso "izquierdismo". Al igual que con Goulart en Brasil, utilizó el arma de la asistencia finan­ciera en procura de torcer el rumbo de las políticas gubernamentales, aunque "con este go­bierno chovinista -concluía antes de cumplido medio año de gobierno radi­cal- parece dudoso que la amenaza de negar asistencia estadounidense pueda tener algún efecto"[39]. Si la política del Depar­tamento de Estado no fue aún más a fondo en esta dirección, fue por temor a la situación de virtual “ingobernabili­dad” que la misma podía desencadenar en un marco de creciente agitación social: “Nuestro temor no es que el recorte de la ayuda sea inefectivo desde el punto de vista económico, sino que pueda contri­buir a la inestabilidad política”[40].
Los documentos diplomáticos norteamericanos muestran la acentuada inquietud del Departamento de Estado por la persistencia de la crisis económica -creciente endeudamiento externo pese a las buenas cosechas y al elevado nivel de reservas, inflación[41]- y por la inestabili­dad social y política atizada por una serie de huelgas salariales espontáneas, el Plan de Lucha de la CGT encabezada por Augusto Vandor a media­dos del '64 y el preconizado "Operativo Re­torno" del gral. Perón de fines de ese año, incluyendo también el hallazgo de campamentos guerrilleros en el interior del país[42], que los diseñadores de la política exterior de Washington veían como indi­cios de creciente agitación subversiva y de penetración soviética en el país[43].
A esa altura consideraban aún favo­rables las perspectivas del gobierno ar­gentino (“La posibilidad de una insu­rrección peronista o comunista es remota”) y, aún sintiéndose incómodos por las recurrentes actitudes nacionalistas del gobierno, insinuaban un dejo autocrí­tico respecto a la política norteamericana de presiones. Caracterizaban al gobierno como inclinado a una creciente participa­ción estatal en la economía, y poco afecto a la inversión privada extranjera, partida­rio de la "colaboración económica" más que de la "ayuda", y firmemente opuesto a la “intrusión” de Estados Unidos en los mercados comerciales argentinos, pero atribuían parcialmente esas actitudes “a las condiciones anexas a nuestra asisten­cia, consideradas gravosas e inacepta­bles”[44].
Los diplomáticos norteamerica­nos diferenciaban claramente las tenden­cias internas existentes en el partido y en el equipo gobernante, trazando una línea divisoria entre los "extremistas" liderados por el vicepresidente Perette y los "mode­rados" encabezados por el presidente Illia, y concluían que la perspectiva era de predominio de los "moderados", lo que consideraban relativamente favorable a los intereses de los Estados Unidos[45]. A fines de 1965, cuando los rumo­res de golpe de Estado ya se habían tornado insis­tentes, un cable de la embajada en Buenos Aires (26/11/65) destacaba a los dirigentes radicales Juan Carlos Pugliese y Arturo Mor Roig como “elementos dentro de la UCRP con los que podemos trabajar”. Así y todo, la cuestión de los contratos petro­leros siguió enervando las relaciones incluso con este último sector. A fines de junio de 1964, el Secretario de Estado comunicaba a la embajada en Buenos Aires que las conversaciones del subse­cretario Thomas Mann con el ministro de Defensa Leopoldo Suárez “no abren terreno al optimismo, aunque se lo describe como uno de los ‘modera­dos’”[46]. Suárez había ratificado el carác­ter definitivo de la anulación de los convenios, y que no debía hablarse de renegociación sino de licitación abierta.
Las autoridades norteamericanas también seguían de cerca la evolución del estado de ánimo militar. A mediados de 1964 consideraban aún predominantes en él las tendencias “lega­listas” y partidarias de que las Fuerzas Armadas permanecie­ran ajenas “a la política”: "La perspectiva actual es que el gobierno completará su término de 6 años". Pero al mismo tiempo dejaban claramente abierta la posibilidad de un desemboque no institu­cional de la crisis económica y política, al señalar que los mandos castrenses sólo removerían al gobierno "si lo requiriera el interés nacional"[47]. Poco después –en agosto- tendría lugar el recordado dis­curso del Comandante en Jefe del Ejér­cito, general Onganía, en la V Conferen­cia de Ejércitos Americanos en West Point, en el que, recogiendo la nueva doctrina norteameri­cana de la “seguridad nacional”, condi­cionaba la apoliticidad de las Fuerzas Armadas y su respaldo al régimen cons­titucional al derecho de derrocar a un gobierno que ellas conside­raran despó­tico, y promovía la integra­ción del Ejér­cito argentino dentro del sistema militar inte­ramericano bajo la égida del Pentá­gono, que presionaba para convertir a las Fuer­zas Armadas del continente en pila­res contra el enemigo interno[48]. Un año más tarde avanzaría aún más en sus formula­ciones doctrinarias, proponiendo ante el gral. Costa e Silva, ministro de Guerra del presidente brasi­leño de facto Castello Branco, la coordi­nación de los Ejércitos argentino y brasi­leño como núcleo de una fuerza interame­ricana para la lucha anti­subversiva[49].
Durante la presidencia de Illia se sumarían nuevos temas de preocupa­ción para la conducción de la política exterior norteamericana, algunos en el plano eco­nómico alrededor de medidas guberna­mentales que afectaban los intere­ses del capital norteamericano en la Argentina –como la Ley de medicamen­tos que en 1965 limitó las ganancias de los laboratorios farmacéuticos extranje­ros-, y otros en el terreno de la política exterior, en el que el gobierno radical esbozó tibios intentos por salvaguardar la independen­cia de decisión nacional –como su reti­cencia a suscribir las sanciones a Cuba y a apoyar la guerra norteamericana contra Vietnam, o a sumar tropas argentinas a la Fuerza Interamericana con la que Estados Unidos aspiraba a legitimar su interven­ción en la República Dominicana.
Las vacilaciones y ambigüedades del gobierno argentino en este último caso –en el marco del viraje de la política exterior norteamericana con el presidente Johnson- sentaron el precedente inme­diato del cambio de actitud estadouni­dense hacia la situación argentina. Aun­que sin comprometer la participación del país, a través del canciller Miguel A. Zavala Ortiz la Argentina suscribió la creación de la “Fuerza Interamericana” de la OEA con que los Estados Unidos pretendían dar una cobertura multilateral a su desem­barco militar ya materializado a fines de abril, e incluso recogió los argumentos estadounidenses que respaldaban la inter­vención aduciendo el “derecho de legí­tima defensa, individual o colec­tiva”, frente a la “revolución exportada o a la agresión subver­siva”[50]. Pero al mismo tiempo los funcionarios argenti­nos persistieron en la defensa del principio de no interven­ción y en el alcance limitado a esa única circunstan­cia de la formación de la Fuerza Interamericana, a la que los norteamericanos pretendían dar un carácter permanente en aras de la “segu­ridad continental”.
El gobierno de Illia debió navegar en aguas agitadas, donde a las acentuadas presiones de la diplomacia norteameri­cana se sumaba la posición decididamente favorable a la participación argentina en la fuerza de intervención de los altos mandos de las Fuerzas Armadas –particularmente del Comandante en Jefe del Ejér­cito Onganía, del de la Armada Benigno Varela, y del ministro de Defensa Avalos[51]-, y la intensa moviliza­ción estu­diantil y popular en contra del envío, con grandes manifestaciones cuya represión dejó como saldo la muerte del estudiante Daniel Grinbank. Aunque finalmente se decidió no integrar la fuerza expediciona­ria (como sí lo hicieron Brasil y otros cinco países latinoamericanos), la argu­mentación del gobierno condicionó su interpretación del principio no inter­ven­cionista considerándolo un “derecho no absoluto” y caracterizando la iniciativa de la OEA no como una intervención sino como una “mediación”, y en definitiva debilitó con sus concesiones la firmeza de su propia posición frente al reclamo nor­teamericano para que la Argentina y el conjunto de los países latinoamericanos secundaran sus prioridades estratégicas.
Una ambivalencia similar mostró el presidente Illia respecto de la interven­ción norteamericana en Vietnam. Al tiempo que destacaba ante el embajador Martin su “comprensión” hacia la presen­cia armada de Estados Unidos en el sudeste asiático, ya que “a veces es nece­sario el uso de la fuerza para defenderse de las provocaciones de los agresores”, negó cualquier asistencia a las tropas estadounidenses más allá de un cierto apoyo alimentario e insistió en la necesi­dad de hallar una solución al conflicto mediante el diálogo y la mediación de organismos internacionales, y en base al respeto de todos los estados y pueblos involucrados[52].
Las ambigüedades gubernamenta­les frente al caso dominicano constituyeron el telón de fondo que desembocó en el alejamiento del general Onganía de la Comandancia en Jefe del Ejército a fines de 1965. La decisión de derrocar a Illia por parte de los más altos niveles del Ejército ya es­taba tomada prácticamente varios meses antes, y la inteligencia nor­teamericana tenía com­pleta información de ello. A fines de mayo, la CIA informó que el general reti­rado, ex presidente provisional y dirigente político Pedro E. Aramburu estimaba que, “en vista de la impotencia del actual gobierno de Argentina para tomar deci­siones, ha llegado el momento de aban­donar el camino de la acción política legal y bus­car los cambios nece­sarios por medio de un golpe cívico-militar en la línea del golpe brasileño que destituyó al gobierno de Goulart”. Aramburu había discutido previamente la situación general del país y sus posibles salidas con el Comandante en Jefe Juan Carlos Onganía y con el Jefe de la Gen­darmería Julio Alsogaray. Según la CIA, Onganía prefería mante­nerse todavía en el terreno de la legalidad, pero “la penosa vacila­ción” del gobierno en la cuestión de Santo Domingo estaba “acortando su pacien­cia”[53].
En esos meses, los preparativos para el movimiento castrense adquirie­ron estado público. En el plano político interno, ya la prioridad de la divisoria peronismo-antiperonismo había sido reemplazada por otra: a favor o en contra del golpe. Recién allí la diplomacia nor­teamericana comenzó a virar hacia una actitud complaciente hacia los prepa­rativos golpistas, pero incluso entonces de modo elíptico y presentando su consenso al movimiento castrense en gestación como forzado por la obcecación del gobierno en su “exacer­bado naciona­lismo” y por su impotencia para gobernar la crisis económica. Pero la vinculación con un sector de los militares argentinos era sólida. Consi­derando inevitable el golpe militar "si sigue el desplazamiento hacia la izquierda y el gobierno se mues­tra incapaz de resolver los problemas sociales y económicos”, el embajador Edwin Martin enfatizó en noviembre de 1965 ante sus superiores en el Departa­mento de Estado que “dentro de los militares, el general Onganía constituye aún la figura clave y es esencial que sea ayudado a continuar como Comandante en Jefe del Ejér­cito”[54]. La renuncia de Onganía en ese mismo mes inició la cuenta regre­siva del golpe militar[55].
Pero con ello no cesaron las vacilaciones de los represen­tantes de Washington. La aproximación de un desemboque de la situación política argentina precipi­taba definiciones de la diplomacia, de la inteligencia y de los ámbitos parlamenta­rios norteamerica­nos, no siempre coinci­dentes y no corres­pon­dientes linealmente al tradicional clivaje político entre repu­blicanos y demócratas. Al parecer, las interpretacio­nes divergentes sobre la situación argen­tina existían incluso dentro del propio Departamento de Estado. A co­mienzos de abril del ‘66, un funcio­nario de la Dirección de Inteligencia e Investigacio­nes de dicho Departamento evaluaba para el Secretario de Estado que, pese a la intensa agitación laboral y la obvia preo­cupación militar por la situa­ción econó­mica, “la intervención militar no parece inminente en la Argentina”. El informe destacaba la actitud cautelosa de los mi­litares, estimando que “no inter­vendrán a menos que las condiciones económicas y sociales se deterioren hasta un punto próximo al ‘caos’”, aunque la situación “al presente parece lejos de ello”[56].
Coincidentemente, el embaja­dor Edwin Martin elogiaba ante sus superiores la estabilidad que veía en la Argentina, y justificaba en consideracio­nes de política interna las divergencias con los Estados Unidos en cuestiones de política exterior como Vietnam y Santo Domingo. En el plano económico la situación le parecía “alentadora” –sin dejar de llamar la atención sobre la falta de mejoría en las relaciones comerciales argentino-norteamericanas y el avance del intercambio con los países del bloque soviético-, y destacaba la posición pre­dominante de la influencia de los Estados Unidos en las Fuerzas Armadas del país[57].
Todavía a comien­zos de junio, práctica­mente en los umbrales del levantamiento golpista, Martin se manifestaba "muy confundido sobre lo que pueda suceder al gobierno de Illia", destacando la "creciente tran­quilidad y mejor atmós­fera" que creía percibir "para buscar soluciones políticas más bien que milita­res”[58]. En clara diver­gencia con las esti­maciones de la inteli­gencia norteameri­cana, Martin prefería ser optimista respecto a las chances de Illia para hacerse cargo de la confronta­ción con los militares.
Sin embargo, los servicios de inteli­gencia estadounidenses ya tenían certeza sobre la puesta en marcha del plan golpista. La CIA ya había infor­mado sobre el cambio de posición del general Onganía a favor del movi­miento militar, e incluso adelantaba fecha tentativa del mismo entre los días 6 y 25 de junio[59].
Aunque las cartas estaban echa­das, el consejero de la Embajada para Asuntos Políticos, Ellwood Rabenold, compartía las dudas de Martin sobre la validez real de las razones que esgrimía la conducción militar para encarar el cuartelazo, y advertía veladamente sobre las conse­cuencias que la actitud de Washington frente al golpe de Estado podría implicar para las relaciones de Estados Unidos con los países de la región: "La reacción de EE.UU. no debería aislarnos de otros países líderes del hemisferio", estimaba en esos mismos días en su propuesta de planes de contingencia. Y se mostraba sumamente penetrante al dejar entrever, ante el Departamento de Estado, las incertidum­bres que la heterogeneidad del frente golpista suscitaba a los diplomáti­cos norteamericanos in situ: "El gobierno surgido del golpe -preveía- seguirá políti­cas generalmente aceptables para los Estados Unidos, al menos en el corto plazo"[60].
Por su parte, y tal vez disintiendo con la posición del Subsecretario Lincoln Gordon, quien en su momento, en su carácter de embajador en Brasilia, se había involucrado personalmente en el golpe brasileño de 1964, el embajador Martin subrayaba las diferencias entre ambos procesos. “Muchos militares se han convencido de que removiendo al gobierno de Illia estarían cumpliendo en la Argentina un rol básicamente idéntico al que las Fuerzas Armadas realizaron en Brasil echando a Goulart. Soy conciente de cuán distintas son en realidad ambas situaciones... [Los militares] han seguido atentamente la ayuda norteamericana al Brasil desde la partida de Goulart, y la prensa publicitó, tal vez excesiva­mente, el entusiasmo de nuestros inverso­res por el nuevo régimen en Brasil”[61]. Por eso, Martin decía temer que la dife­rente acti­tud norteamericana frente al movi­miento no fuera creíble para los militares argentinos, o bien fuese tomada como un caso más de favori­tismo de los EE.UU. hacia el Brasil. Martin tam­bién temía una imprevisible reacción del nacionalismo castrense: “Se comparte ampliamente una actitud nacionalista con considera­ble historia, incluso fuera de los círculos golpistas”. Y concluía: “Debemos movernos con precaución para asegurar un resul­tado netamente positivo”. En consecuen­cia, proponía no promover un encuentro con Onganía, sino “esperar hasta que haya clara evidencia de la cristalización del programa de acción golpista que justifique correr el riesgo de ser acusados de intervencionismo”[62].
Posiblemente, en el trasfondo de estas incerti­dumbres estaba la experien­cia del proceso brasileño, transcu­rridos dos años desde el golpe liderado por Castello Branco. En la dictadura brasileña, con el ascenso de Costa e Silva en 1966, habían pasado a predomi­nar sectores militares que no se alineaban automáticamente tras las prioridades de la estrategia norteame­ricana. De modo similar, en la Argentina la “oferta” gol­pista incluía no una sino varias tenden­cias. Según la CIA, a mediados de mayo de 1965 el general Aramburu  hablaba de al menos tres movimientos en gestación, encabezados uno por el gral. (RE) Enrique Rauch; otro por el almirante (RE) Isaac Rojas y el gral. (RE) Toranzo Montero (sin especificar de cuál de los hermanos –Carlos o Federico- se trataba); y el tercero por el gral. Carlos Rosas. El Ejército y la Fuerza Aérea se alineaban con Onganía, mientras que la Armada se inclinaba por los grupos de Rosas o de Rojas[63].
Además, aunque la mayoría de las cabezas militares que terminarían siendo predominantes en el hetero­géneo frente golpista provenía mayorita­riamente de los "Azules" de 1962, coexistían allí al menos dos grandes corrientes: un sector nacionalista-católico con perfi­les de corporativismo antiliberal, moder­nizador e industrialista, alineado con las posiciones internacionales de los Estados Unidos (el ex Comandante en Jefe Onganía, al que la CIA caracterizaba como un profesionalista, “buen amigo de los Estados Unidos” y "altamente respetado por el Presidente Illia"[64]), y otro liberal, vinculado al núcleo de los terratenientes más tradi­cionales, y parti­dario de diversificar el espectro de las relaciones comerciales y políticas del país sin atender a “fronteras ideológicas” (Alejandro Lanusse-Alcides López Aufranc). Cinco años más tarde esta última corriente, ya hege­mónica en los altos mandos de las Fuer­zas Armadas y en la dictadura originada en 1966, protagoniza­ría la apertura comercial hacia el “Este”. La fuerza de la corriente militar favorable a una aproximación al bloque soviético se haría evidente con el intercambio de misiones castrenses entre ambos países durante la dictadura instaurada en 1976[65].
Los servicios de inteligencia esta­dounidenses estaban informados al detalle tanto sobre los planes golpistas como sobre sus tendencias y sus respectivos líderes. En los últimos días de mayo de 1965, la CIA había informado acerca de las declaraciones obtenidas del entonces comandante del Primer Cuerpo de Ejér­cito, Julio Alsogaray, dando cuenta de la decisión de los altos mandos de encarar el golpe militar, fijando fecha tentativa para el mes de julio, aunque sin excluir la posibilidad de que la acción se adelantara “si la crisis aumentaba”. El informe rese­ñaba favorablemente la “res­ponsabilidad” y “seriedad” de los objeti­vos del futuro gobierno militar, tal como los transmitía el gral. Alsogaray. La Agencia norteame­ri­cana enumeraba entre los involucrados en el golpe a los gene­rales Juan Carlos Onganía, Pascual A. Pistarini, Julio Also­garay, Alejandro A. Lanusse y Osiris Villegas[66].
Pese a que quien estaba a la cabeza del movimiento (Onganía) era el hombre de mayor proximidad a las posiciones norteamericanas[67], el propio Secretario Adjunto Lincoln Gordon no ocultaba sus recelos, más allá de su respaldo básico al golpe en ciernes. Buscando asegurar la completa sintonía de los dirigentes del movimiento castrense con los objetivos de Estados Unidos, Gordon llegó a sugerir -del mismo modo que lo había hecho para el caso brasileño dos años antes- la utiliza­ción de los programas de asistencia mili­tar (MAP) para presionar a los líderes golpistas (el propio Onganía, el Coman­dante en Jefe Pascual Pistarini, el Jefe del Primer Cuerpo de Ejército Julio Alsogaray y otros), dejándoles entender que la estabilidad política y constitucio­nal era condición necesaria para que EE.UU. siguiera ade­lante con los planes de cooperación: “El MAP –señalaba- es objeto de fuertes críticas por alentar los golpes. El golpe en la Argen­tina podría llevar a aplicar la legislación pendiente que prohibe la asistencia mili­tar a los gobiernos de facto”. La inestabi­lidad institucional constituía según Gordon un serio obstáculo a la inversión extranjera, esencial para el desarrollo económico. Y, en clara alusión a la ideo­logía "eficien­tista" del programa econó­mico de los dirigentes golpistas, insistía: “La estabili­dad es, tal vez, más impor­tante al respecto que la eficiencia”[68].
Las vacilaciones de la diplomacia norteamericana en la Argentina provocaron la ira de los golpistas más acérrimos. Asumiendo el papel de vocero de los sectores embarcados en el cuartelazo, la revista pro-golpista Confir­mado (semanario de Jacobo Timerman que dirigía el comodoro Juan José Güiraldes) se preocupó por destacar la existencia de fisuras entre los enfoques del embajador norteamericano Edwin Martin –interesado en mostrar un clima casi de normalidad en el país, que conve­nía consolidar en beneficio de la demo­cracia continental- y la del subse­cretario Lincoln Gordon, quien de visita en Buenos Aires había manifestado que, dadas las diferencias entre las distintas realidades latinoameri­canas, no se podía opinar sobre la Argen­tina con parámetros que podían ser ade­cuados para medir situaciones en los países del Caribe, como el de "militares prepoten­tes retrógrados opuestos a solu­ciones cons­titucionales progresis­tas"[69].
En junio, ya en los prolegómenos inmediatos del cuarte­lazo, Confirmado insuflaba arrestos nacionalistas a su dia­triba contra "la ya increíble interven­ción del embajador Edwin Martin en los asuntos internos de la República, [que] amenaza colocar al rojo vivo el espinoso tema de las relacio­nes argentino-nortea­mericanas". El edi­to­rialista Mariano Montemayor compen­saba la posición "legalista" de la emba­jada remarcando que "las opiniones esta­dou­nidenses están mucho más matizadas de lo que proclama la guerra psicológica de los 'anti-entre­guistas' y 'nacionalistas' radicales del Pueblo, aferrados ahora al Departa­mento de Estado para durar..."[70].
Pero el conocimiento de la compleja trama interna del frente golpista llevó a los responsables de la política exterior norteamericana –a diferencia de su precipi­tado apoyo al movimiento anti-Goulart- a adoptar una tesitura de mayor prudencia. Ape­nas consumado el derrocamiento de Illia, el asesor presidencial W. Rostow, en nota dirigida al presidente Johnson, califi­caba al golpe militar de “injustificado” y lo consideraba “un serio retroceso en nues­tros esfuerzos para promover el gobierno constitucional y la democra­cia represen­tativa en el hemisferio”. En consecuencia, opinaba, “será preciso reexaminar toda nuestra política hacia la Argentina" [71].
Por su parte, el experimentado Sub­secretario Lincoln Gordon era partidario de una actitud esencialmente favorable, sin descuidar ciertos recaudos que signifi­caran garantías para los intereses de largo plazo de la superpotencia. Gordon reco­mendaba encarar “un paquete delicada­mente balanceado”, que permitiría la continui­dad de los programas militares y asistenciales en curso independientemente de la temporaria ruptura de relaciones diplomáticas. Sugería iniciar una ronda de consultas a los demás países de la OEA sobre la cuestión del reconocimiento, “sin antagonizar al nuevo gobierno argen­tino”. Aunque el reconocimiento debía requerir del régimen militar la aceptación de los compromisos internacionales, el respeto a las libertades civiles y el pronto retorno al régimen constitucional, “no deberíamos tomar una posición dema­siado rígida sobre la agenda electoral” [72].
El propio presidente Johnson compartía esta posición, al tiempo que estimaba necesa­rio conservar cierta aparien­cia de neutrali­dad: sugería permanecer “con las manos libres”, y conceder el reco­nocimiento sólo después de que lo hubie­ran hecho los países latinoamericanos más grandes, “de modo de no quedar ubicados por delante” [73].
Pese a sus vacilaciones y contra­dicciones frente al golpe de Estado en la Argentina, el nuevo rumbo de “mano dura” de la política exterior nor­teamericana frente al comunismo y los nacionalismos en la Guerra Fría ya se había afirmado. Cuando el influ­yente senador republicano Jacob Javits, a mediados de julio, impulsó una enmienda a las normas que regían la ayuda extran­jera a los países de la OEA, suspendiendo toda asistencia a cualquier gobierno que llegara al poder por medios inconstituciona­les, la iniciativa naufragó junto a las ilusiones que la Alianza para el Progreso y sus promesas de asistencia al desarrollo y la democracia latinoamericanos habían podido despertar en algunos sectores de la dirigencia política de la región.

 

CONCLUSIONES


El “Acta de la Revolución Argen­tina” fundamentó el movimiento militar en la "falta de autoridad" económica y política del gobierno que sumían al país en la inflación y la anarquía, y en la necesidad de que las Fuerzas Armadas ocuparan el “vacío de poder" para luego procurar la "moderni­zación" del aparato productivo mediante la remoción de las "rígidas estructuras políticas y económicas anacrónicas", reordenar la sociedad y, en una tercera etapa, reponer en forma condicionada la vigencia de los meca­nismos constitucio­na­les[74]. En nombre de esos objetivos la dictadura suprimió las libertades demo­cráticas y los derechos políticos de nume­rosas organizaciones y personalidades, disolvió el Congreso y las legislaturas provinciales, prohibió y confiscó a los partidos políticos, persiguió a la militan­cia política y sindical e inter­vino violen­tamente la Universidad de Buenos Aires. En el plano de las relacio­nes internacio­nales, se abrió el período de mayor proximidad a los intereses económicos y geopolíticos de los Estados Unidos en la historia argentina, aunque los años poste­riores harían evidente la sustancial preca­riedad de esta nueva hegemonía.
Una rápida reconstrucción de los procesos que desembocaron en los golpes de Estado militares de Brasil y Argentina en la década del ´60 muestra que, más allá de sus especificidades de lugar y cir­cunstancias y de sus motivaciones y pugnas inter­nas, ambos movi­mientos se inscriben en el marco de una estrategia única que se desarrolló por entonces en toda América  Latina; una visión global, coherente con la gravitación y los requerimien­tos eco­nómicos y políticos de una gran poten­cia con ambiciones estratégi­cas de alcance regional y mundial.
En Brasil, donde la inteligencia y la diplomacia norteamericana cataloga­ban al presidente Goulart como un hombre afín al comunismo, el golpe de Estado cívico-militar que lo derrocó en abril de 1964 fue interpretado como "un serio retroceso para los intereses soviéticos" por fuentes de la diplomacia estadounidense, que enseguida saludaron el "responsable lide­razgo" del nuevo presidente, Castello Branco[75]. Documentos de esos días dejan ver claramente que el cuartelazo no sólo gozó de la simpatía oficial de Washington, sino también de un planifi­cado respaldo material con armamentos e incluso con una "fuerza de tareas" que ya a fines de marzo navegaba rumbo al Atlántico Sur.
En el caso argentino, los docu­men­tos del gobierno nor­teamericano prueban que las instancias decisorias de la política exterior estadou­nidense seguían, asi­mismo, muy de cerca la evolu­ción social y polí­tica del país y las defini­ciones del gobierno del presidente Arturo Illia desde antes de su misma asunción, y especialmente a partir de la anulación de los contratos petroleros firmados por Frondizi con las compañías norteameri­canas y otras medidas conside­radas "nacionalistas" e incluso de sesgo "izquierdista". La embajada y los servi­cios de inteligencia norteamericanos estuvieron minuciosa­mente al tanto de los preparativos golpistas, así como de las diversas corrientes en las fuer­zas armadas que pugnaban por encabe­zarlo, y mantenían sólidos vínculos con el sector que estuvo al frente de la conspiración y que sería hegemónico durante los prime­ros años de la dicta­dura instaurada el 28 de junio de 1966.
Más allá de ciertas diver­gencias de apreciación con la CIA acerca de la acti­tud a adoptar, y aunque los recelos ante las potenciales derivaciones de la puja interna en el heterogéneo frente golpista determinarían una actitud norteamericana mucho más pasiva que en el caso brasi­leño, es evidente el apoyo final de Washington al golpe militar. Las diferen­cias entre los enfoques del Departamento de Estado, el Pentá­gono y la CIA, si bien efectivamente emergen de los documen­tos de los ser­vicios diplomáti­cos y de seguridad esta­dounidenses, son más bien de táctica y no atañen a la cuestión de fondo. Menos de veinte días requirió a la Casa Blanca disponer el reconocimiento del gobierno de facto establecido en la Argentina, efectivi­zado el día 15 de julio.
En diverso grado y medida, y siempre en función de preservar los inte­reses económicos y estratégicos de los Estados Unidos en el “hemisferio”, los “objetivos manifiestos” de la diplo­macia norteamericana en ambos episo­dios (defensa de la democracia, promo­ción de la libertad de empresa y de mercado) no fueron sino la modalidad retórica que asumió la búsqueda de alia­dos seguros en el escenario regional de la rivalidad bipolar.



BIBLIOGRAFÍA


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FUENTES DOCUMENTALES

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U.S. National Archives (USNA), Diplomatic Papers, Washington D.C.
Foreign Relations of the United States (FRUS), 1961-1963. Vol. XII. American Republics: Brazil, Argentina. Washington D.C., 1996.
Revistas Confirmado y Primera Plana y periódicos de la época.




















ANEXO DOCUMENTAL



LAS POLÍTICAS DE LOS E.E.U.U. PARA CON LAS FUERZAS MILITARES LATINOAMERICANAS
                                                                                                                                                              

El problema

         Diseñar una nueva estrategia para tratar con las fuerzas militares latinoamericanas, con el objetivo básico de reestructurarlas y relacionar así los niveles de fuerza de los países, sus presupuestos de defensa y sus capacidades militares lo mas estrechamente posible con los recursos domésticos disponibles para propósitos militares y con las amenazas actuales y potenciales a la seguridad, con énfasis dominante en la amenaza a la seguridad interna.


1.      Las amenazas reales y más apremiantes a los intereses de los E.E.U.U. en Latinoamérica – militares, económicos y diplomáticos – parten del desorden interno y de la inestabilidad política, producto de trastornos sociales que se desarrollan actualmente en el área, y de las oportunidades que estas condiciones ofrecen para ser explotadas por elementos comunistas y de otra naturaleza, hostiles a los Estados Unidos.
2.      Entre los varios grupos influyentes luchando ahora por obtener el poder político, cuya dirección va a ayudar a determinar el curso de los eventos en el área, uno de los más importantes es el ejército. Las fuerzas armadas serán un factor fundamental en las políticas internas, mientras las sociedades latinoamericanas continúen fragmentadas y el consenso político sea débil.
3.      El rol principal de las fuerzas armadas es proteger la soberanía de sus naciones. En el ambiente cultural latinoamericano, esto se traduce en la necesidad no sólo de defender a la nación de ataques externos y preservar el orden interno, sino también en la remoción de los líderes gubernamentales de sus puestos en cualquier momento en que el ejército considere su conducta perjudicial para el bienestar de la nación.
4.      Las fuerzas armadas latinoamericanas no son excesivas en tamaño en relación con aquellas de otras áreas del mundo, ni sus gastos son desproporcionadamente altos. Generalmente, los presupuestos militares están pobremente planeados con una distribución promedio de un 64% para sueldos y asignaciones, y sólo un 9% para el mejoramiento de las fuerzas. Esto da como resultado un ejército deficientemente entrenado, al que le faltan sistemas de soporte logístico, equipado con armas, embarcaciones, vehículos aéreos y aparatos de comunicaciones obsoletos.
5.      Aunque las fuerzas armadas latinoamericanas no son comparables con las de los los E.E.U.U., están en gran medida preparadas para enfrentar posibles amenazas en un futuro cercano.
6.      En los países en donde el problema de la seguridad interna existe, o tiene posibilidades de desarrollarse, ya hay inherentemente más capacidad militar para este tipo de cuestiones de la que estos países podrían llegar a usar. La verdadera solución para los incipientes problemas de seguridad interna se haya en un mayor desarrollo económico y social por mejoras en las políticas y no en un aumento de la fuerza del ejército.
7.      Las políticas de los E.E.U.U. con respecto a las fuerzas militares latinoamericanas han sido, a grandes rasgos, efectivas en la obtención  de las metas impuestas durante los últimos 25 años: (a) establecer una influencia predominante del ejercito norteamericano, (b) promover la defensa colectiva, (c) mejorar la seguridad interna y (d) impulsar un mayor uso de las fuerzas armadas en proyectos de acción cívica.
8.      Las metas que los E.E.U.U. consideran ahora como estratégicamente deseables y razonablemente obtenibles para Latinoamérica exceden los requisitos militares y los recursos disponibles.
9.      Si los E.E.U.U. ve ahora fuerzas armadas autosuficientes en Latinoamérica, es posible, tanto económica como políticamente,  plantear una estrategia para reducir gradualmente la asistencia material gratuita mientras aumentan las ventas, en tanto y en cuanto se mantenga la posibilidad de realizar donaciones ad hoc de material para tratar situaciones de emergencia o casos especiales.
10.  Bajo esta estrategia, se mantendrán los programas y las misiones de entrenamiento y, en los países en donde sea posible económicamente, se impulsará la producción de defensa autóctona.
11.  La adopción de esta estrategia introducirá un nuevo tono en las relaciones con el ejército latinoamericano y sus gobiernos; hará posible, tanto a ellos como a nosotros, la identificación clara de las amenazas militares actuales y los cálculos realistas de los requisitos militares; y los impulsará a enfrentar las limitaciones de sus propios recursos y a rediseñar sus posturas políticas y militares. Impedirá la posibilidad de que el Programa de Asistencia Militar (PAM) provea inadvertidamente ayuda presupuestaria, haciendo posible entonces un control más eficiente y flexible del gobierno de los E.E.U.U. sobre sus propios fondos. Esto no redundará, probablemente, en la pérdida de influencia norteamericana sobre ningún asunto de importancia crucial.       


Office of the Assistant Secretary of Defense, International Security Affairs, State Department, 25 de febrero de 1965. Documento secreto , pp. 1 y 2.









ANEXO ESTADÍSTICO

CUADRO N° 1

PERSONAL MILITAR LATINOAMERICANO

ENTRENADO POR EL PAM HASTA EL 30 DE JUNIO DE 1964

PRINCIPALES PAISES

País
En EE.UU.
Fuera de EE.UU:
Total
Brasil
3.491
304
3.795
Perú
2.170
976
3.146
Chile
1.964
433
2.397
Colombia
1.602
1.059
2.661
Argentina
1.201
186
1.387
Ecuador
1.183
1.234
2.417
Total, 19 países
14.999
12.537
27.536

Fuente: Congressional Presentation Book, FY, 1966 Program, p. 21.


CUADRO N° 2
TABLA COMPARATIVA DE LOS PRESUPUESTOS DE DEFENSA DE LOS PAÍSES LATINOAMERICANOS Y SUS PBI EN RELACIÓN CON LOS PRESUPUESTOS NACIONALES PARA LOS MISMOS PAISES
(En millones de dólares)

País
PBI
Presupuesto de Defensa como % PBI
Presupuesto
Nacional
Presupuesto de Defensa como % de Presup. Nac.
Presupuesto de Defensa
Brasil
24.600
2,7
5.456
12,0
653.0
Argentina
13.365
2,6
2.215
15,6
347,2
Chile
5.700
2,1
1.286
9,3
120
Colombia
5.650
1,8
500,7
2,0
100,2
Perú
2.965
3,5
626,90
16,8
105,0
Ecuador
960.0
2,0
155,4
12,2
19,4
Total, 19 países
79.525
2,0
13.387,8
11,4
1.729,2

Fuente: Joint Staff Paper, "Nature and role of Latin American Military", Diciembre 1964.




* Este trabajo forma parte de un proyecto Ubacyt, de la programación 1998-2000, así como de un proyecto Conicet de la programación 1999-2001
** Instituto de Investigaciones de Historia Económica y Social de la Universidad de Buenos Aires.
[1] U.S. Policies toward Latin American military forces, 25/2/65. Documento secreto del Secretario Adjunto de Defensa a requerimiento de la Casa Blanca, Lyndon B. Johnson Library (LBJL).
[2] Special Intelligence Estimate, number 93-2-61. Secret. 7/12/1961, págs. 3 y 7. (LBJL).
[3] Moniz Bandeira: Brasil-Estados Unidos: a rivalidade emergente (1950-1988). Rio de Janeiro, 1989.
[4] Roberto Campos (1994), p. 547.
[5] Paulo G. Fagundes Vizentini (1995), p. 289.
[6] Thomas E. Skidmore (1982).
[7] "Short-term prospects for Brazil under Goulart", 7/12/1961, p. 2 y 7. (LBJL).
[8] Ruth Leacock (1990), p. 104.
[9] Algunos autores caracterizan a este “Instituto” como un simple “frente” de la CIA. Ver, entre otros, Dreifuss, René A. (1981).
[10] Ruth Leacock (1990), pp. 119-122.
[11] Paulo G. Fagundes Vizentini (1995), p. 262.
[12] Thomas E. Skidmore (1982), p. 398.
[13] Paulo G. Fagundes Vizentini (1995), p. 279.
[14] Agency for International Development (AID). Program and project (1963), p. 65. NSF, Agency File, Box 3. (LBJL).
[15] Telegrama del Departamento de Estado a la Embajada en Brasil, 16/8/63. Foreign Relations of the United States (FRUS), 1961-1963, Vol. XII.
[16] Políticas propuestas para el corto plazo – Brasil. 30/9/63. FRUS, 1961-1963, Vol. XII.
[17] Paulo G. Fagundes Vizentini (1995), p. 268.
[18] Beschloss, Michael R. (1997), p. 306 (nota al pie).
[19] Roberto Campos (1994), p. 550.
[20] Moniz Bandeira (1989).
[21] Roberto Campos (1994), p. 548.
[22] Clarín, Suplemento Zona, domingo 5/9/99.
[23] Ver Las políticas de los E.E.U.U. para con las fuerzas militares latinoamericanas (Anexo documental).
[24] Telegrama de la embajada norteamericana al Dto. de Estado, 4/3/64, U.S. National Archives (USNA).
[25] Comunicación top secret de la embajada norteamericana en Río de Janeiro al Estado Mayor Conjunto, abril 1964 (LBJL, sin indicación de fecha). La historiadora norteamericana Phyllis Parker publicó en 1976 otros documentos que demues­tran la movilización militar de los Estados Unidos para intervenir eventualmente en la posible lucha interna. Ver también Costa Couto (1999), p. 26.
[26] En declaraciones formuladas a O Estado de Sao Paulo el 31/3/94, al cumplirse tres décadas del movimiento militar, transcriptas por Roberto Campos (1994), p. 550.
[27] Thomas Skidmore (1982), p. 397.
[28] Beschloss (1997), p. 306.
[29] Memorandum CIA Nº 1610/64, 29/7/64. (LBJL).
[30] National Security Council, Country Files, Brazil, Box 11-12. (LBJL).
[31] Vargas Garcia, Eugênio (1997), pp. 22-24.
[32] Tulchin, Joseph: La Argentina y los Estados Unidos. Historia de una desconfianza. Buenos Aires, 1990.
[33] Memo del Director del Bureau of Intelligence and Research (Hughes) al Sec. de Estado Rusk, 11/10/63. FRUS 1961-63, Vol.XII, Argentina.
[34] Telegrama del Dto. de Estado a la embajada en Buenos Aires, 20/6/64. NSF Country Files. Argentine cables, Vol. I, Box 6. (LBJL).
[35] Las compañías norteamericanas eran Cities Service, Astra, Cadipsa, Continental-Marathon, Esso, Ohio, Pan American, Tennessee Gas y Union Oil-Cabeen.
[36] McClintock al Dto. de Estado, 16/4/64. NSF Country Files. Argentine cables, Vol. I, Box 6. LBJL.
[37] Cable de McClintock al Dto. de Estado, 9/5/64. NSF Country Files. Argentine cables, Vol. I, Box 6. (LBJL).
[38] AID. Program and proyect (1963), p. 59. (USNA).
[39] Cable del embajador McClintock al Dto. de Estado, 11/3/64. (LBJL).
[40] Del Dto. de Estado a la embajada en Buenos Aires, 23/6/64. NSF Country Files. Argentine cables, Vol. I, Box 6. (LBJL).
[41] Cable del embajador McClintock al Sec. de Estado, 11/3/64. NSF, Arg. Cables, I. (LBJL).
[42] Conferencia de prensa del Jefe de Gendarmería Julio Alsogaray, sobre la existencia de grupos guerrilleros con armamento provisto por fuentes extranjeras (Cuba, Bolivia, Brasil y Venezuela). De McClintock al Sec. de Estado, 26/3/64. NSF, Arg. Cables, I. (LBJL).
[43] Sobre las relaciones entre la Argentina y la Unión Soviética en el período, ver Rapoport, Mario: “La Argentina y la Guerra Fría. Opciones económicas y estratégicas de la apertura hacia el Este, 1955-1973”. En revista Ciclos, nº 8, 1er. semestre 1995.
[44] Cablegrama de Adair al Dto. de Estado, 19/5/64. LBJL, NSF Country Files. Argentine cables, Vol. I, Box 6.
[45] Ibídem.
[46] Telegrama del Dto. de Estado a Buenos Aires, 20/6/64. LBJL, NSF Country Files. Argentine cables, Vol. I, Box 6.
[47] Cablegrama de Adair al Dto. de Estado, 19/5/64. NSF Country Files. Argentine cables, Vol. I, Box 6. (LBJL).
[48] Robert A. Potash (1994), pp. 196-198.
[49] Alain Rouquié (1982), T. 2, p. 232.
[50] Juan A. Lanús (1984), p. 210.
[51] Juan A. Lanús (1984), p. 213.
[52] Cable de Martin al Dto. de Estado, 9/2/66. (LBJL).
[53] Cable de la CIA, 29/5/65. LBJL, NSF Country Files, Argentina cables, Vol. II, Box 6.
[54] Perspectivas de las relaciones EE.UU.-Argen­tina bajo el gobierno del Presidente Illia en los próximos 6 meses. Informe del embajador en Buenos Aires al Sec. de Estado, 26/11/65. NSF Country Files. Argentine cables, Vol. I, Box 6. (LBJL).
[55] Alain Rouquié (1982), T. 2, p. 235.
[56] Nota de Inteligencia de George Denney al Secretario de Estado, 7/4/66. NSF Country Files. Arg. Memos II, Box 6. (LBJL).
[57] De la embajada en Buenos Aires al Dto. de Estado, 27/4/66. NSF Country Files. Arg. Cables II, Box 6. (LBJL).
[58] Martin al Dto.de Estado, 4/6/66. NSF Country Files. Argentine Memos, Vol. II, Box 6. (LBJL).
[59] Cable de la CIA, 6/6/66. NSF Country Files. Arg. Memos II, Box 6. (LBJL).
[60] De Ellwood Rabenold al Dto.de Estado: "Planes de contingencia para los acontecimien­tos que puedan surgir de ahora a las elecciones nacionales de marzo de 1967", 4/6/66. (USNA).
[61] Martin al Sec. Adjunto Gordon, 8/6/66. NSF Country Files. Arg. Cables, II, Box 6. (LBJL).
[62] Ibídem.
[63] Cable de la CIA, 29/5/65. NSF, Country Files, Argentina cables, Vol. II, Box 6. (LBJL).
[64] Informe de la CIA, mayo de 1965. NSF Country Files, Vol. II, Box 6. (LBJL).
[65] Ver M. Rapoport: “La posición internacio­nal de la Argentina y las relaciones argentino-soviéticas”, en Argentina en el mundo, 1973-1987, Bs. As., 1988.
[66] Cable de la CIA, 2/6/66. NSF, Country Files, Argentina memos, Vol. II, Box 6. (LBJL).
[67] Datos biográficos de Onganía. Informe de la CIA, junio de 1966. (LBJL).
[68] Telegrama de L. Gordon al embajador Martin, 7/6/66. NSF Country Files. Arg. Cables, II, Box 6. (LBJL).
[69] Confirmado, 7/6/66.
[70] Confirmado, 16/6/66.
[71] W. Rostow al Presidente, 28/6/66. NSF Country Files, Arg. Memos, Vol. II, Box 6. (LBJL).
[72] Memo de W. W. Rostow al Presidente, 29/6/66. (LBJL).
[73] Memo de la Casa Blanca a Rostow, 29/6/66. (LBJL).
[74] Alain Rouquié (1982), T. 2, p. 251.
[75] Memorandum de la CIA, 29/7/64. (USNA).