El poder global

El poder global


Mario Rapoport y Rubén Laufer*

En Rapoport, Mario (compil.): Tiempos de crisis, vientos de cambio. Argentina y el poder global. Norma, Bs. As., 2002. Pp. 130-153.



Sobre el Golfo Pérsico vuelven a cernirse nubarrones de guerra, amenazando al mundo con nuevas y terribles conmociones. En el trasfondo está la crisis económica, que sigue extendiéndose por el planeta en nuevos capítulos: después del sudeste asiático, Rusia y Brasil, ahora sacude a la Argentina. Ante este panorama hay un debate planteado: ¿qué papel desempeñan las grandes potencias? ¿Son las instituciones internacionales depositarias de una pretendida “gobernabilidad” mundial? ¿Marcha el mundo hacia la conformación de un poder “global”?

Los atentados del 11 de setiembre y el nuevo rol de EE.UU.


Los trágicos atentados de setiembre de 2001 en Nueva York dieron un envión decisivo al nuevo rumbo de la política exterior norteamericana, que comenzaba a imponerse a partir del momento mismo en que arribó al gobierno de los Estados Unidos el equipo presidencial de George W. Bush, encarnando los intereses del “complejo petrolero-militar” norteamericano.
Amenazado el país del norte por primera vez en su propio territorio, la proclamada “guerra contra el terrorismo” dio pie a que el presidente estadounidense señalara con el dedo a un difuso “eje del mal”, definido hasta ahora por Irak, Irán y Corea del Norte, pero con límites más que borrosos, pudiendo incluirse otros en el futuro (¿Cuba, Sudán, Libia?).

Ahora, a impulso de sus sectores más “duros” el gobierno norteamericano ha puesto proa a una nueva campaña guerrera dirigida lisa y llanamente a adecuar el mapa político de la región del Golfo Pérsico a sus propios fines imponiendo un gobierno adicto en Irak, cuyos dirigentes actuales sobrevivieron a las acciones bélicas emprendidas por Bush  padre.
Washington acelera los pasos en dirección a completar su dispositivo estratégico. La guerra de Afganistán le permitió ocupar posiciones militares en países ex soviéticos de Asia Central y en Georgia. Con ello no sólo asienta sus reales sobre uno de los mayores reservorios petroleros de la tierra, sino que lo hace en el “entorno” mismo de China y Rusia. El desembarco reciente de varios miles de soldados norteamericanos en Filipinas podría completar el cerco a los dos gigantes asiáticos.
En su preparación, el gobierno del presidente Bush dispuso aumentar el presupuesto militar anual de los Estados Unidos a 379.000 millones de dólares (el 40% del total mundial). Esto se corresponde con el discurso presidencial del 1º de junio en la academia militar de West Point, donde se advertía que Washington podría desatar una guerra contra cualquier país que se considerara una “amenaza”. Fuerzas terrestres, navales y aéreas llevaron a cabo hace algunas semanas una de las maniobras bélicas de mayor envergadura en la historia de los Estados Unidos.
Invocando la “lucha contra el narcotráfico”, asesores y tropas norteamericanas forman parte del Plan Colombia, ahora reconvertido en “Iniciativa Regional Andina”, una red de “defensa” regional que comprendería prácticamente todo el sur del hemisferio. Washington pretende de ese modo acceder a bases militares en todo el subcontinente; ya las tiene en Manta (Ecuador), Santa María (Perú) y Alcántara (Brasil), mientras ya se ha hecho pública su exigencia de concesiones territoriales en Tierra del Fuego y Chubut.
Si se suma a esto la apenas disimulada intervención de la embajada norteamericana en el frustrado golpe de Estado venezolano de abril y la abierta injerencia en el proceso electoral boliviano y en el próximo de Brasil (condicionando a los candidatos a través de la ayuda financiera para hacer frente a la crisis), se tendrá conciencia de que América del Sur constituye un casillero específico en el ajedrez de las grandes potencias.
Todo esto ha hecho del mundo un lugar cada vez más inestable y violento. Las ambiciones estratégicas y económicas del gobierno de Estados Unidos despiertan recelos y oposición en diversas partes del mundo. La sombra de una nueva agresión a Irak amalgamó en la vereda opuesta a la inmensa mayoría de la opinión pública mundial y a un amplio arco de gobiernos que incluyó a casi todos los países europeos, Rusia, China y prácticamente la totalidad de los países árabes, incluyendo sectores del mismo establishment norteamericano, preocupados por el destino incierto de las alianzas exteriores de Washington.
El poderío bélico de Washington no tiene igual, pero su soledad actual revela la gran distancia que separa la posición que Estados Unidos ocupa en el mundo del naciente siglo XXI de aquélla que detentaba en los pasados años de la segunda posguerra.

La crisis mundial como telón de fondo


La desintegración del bloque soviético a comienzos de los '90 abrió paso a una acelerada reconfiguración de las relaciones de poder entre las grandes potencias. Con la reunificación del mercado capitalista mundial sobrevino la “globalización” de los mercados, pero también la de la crisis, aunque su naturaleza y sus efectos son desde luego muy distintos en los países desarrollados y en los países atrasados y dependientes.
En el trasfondo del actual recalentamiento de la situación mundial se halla la mano de hierro recesiva que aprisiona la economía mundial. Desde 1997, las sucesivas oleadas que golpearon primero a los “tigres” del sudeste asiático, luego a Rusia y ahora a la Argentina y el Cono Sur, fueron revelando la profundidad y extensión de una crisis que emerge en estallidos en la periferia  pero que tiene su núcleo de irradiación en el centro, y particularmente en los Estados Unidos. Una crisis que se manifiesta principalmente en el plano financiero, pero cuya base es una de las típicas crisis sistémicas del capitalismo (cuya profundidad comienza a asemejarla a la gran depresión de los años 30), caracterizada por la existencia de inmensos recursos productivos y por el hecho de que grandes porciones de la riqueza social se concentran en pocas manos mientras miles de millones de personas, que viven en condiciones paupérrimas en el mundo, no pueden acceder a los bienes que según los preceptos liberales el mercado debería asignarle.
Los escandalosos fraudes con que los mayores conglomerados empresariales norteamericanos -Enron, Worldcom, Merck, etc.- trataron de falsear sus pérdidas, reflejan mucho más que fenómenos aislados de “corrupción”. Han sacado a luz el derrumbe, sin pausa durante los últimos años, de las tasas de ganancia de las industrias “de punta” (las de la informática y las comunicaciones): precisamente las que lideraban el proceso “globalizador” y que -según la vulgata que predican los economistas neoliberales- encarnaban el ingreso a la era pos-industrial.
Enfrentadas al fantasma de una recesión generalizada, las autoridades económicas norteamericanas apelaron a un vasto recetario de estímulos a la inversión: reiteradas bajas de las tasas de interés, devolución de impuestos a las empresas, gastos “keynesianos” en defensa, y prácticas proteccionistas en resguardo de su agricultura y su siderurgia. El déficit resultante de todas estas medidas intervencionistas -practicadas, paradójicamente, por los adalides del mercado puro y duro que recomiendan lo contrario a los países en crisis de la periferia- alcanzaría en 2002 los 160.000 millones de dólares: el 1,5% del PBI estadounidense[1]. Al respecto, bien observa el ex primer ministro español Felipe González: “El déficit cero es historia pasada”[2].
Pero, obturado el diagnóstico por sus negras anteojeras ideológicas y por el tiempo perdido, no aciertan sin embargo con los remedios, que parecen tímidos. Precisamente porque lo que viene cayendo sin cesar es el consumo, con sus consiguientes efectos de acumulación de stocks, baja de precios y ganancias, y depreciación de activos y valores accionarios. Esto es lo que impulsa la búsqueda, por parte de las dirigencias empresariales más encumbradas y ligadas al gobierno norteamericano, de recursos “non sanctos” para remontar el precipicio.
La crisis económica mundial -que ya lleva cinco años- puso también en cuestión la idea de que la llamada “globalización” refleja una era de crecimiento sostenido de la economía internacional. El derrumbe afectó justamente a los llamados “mercados emergentes” (los “tigres” del sudeste asiático, Brasil, la Argentina -que aparecía como “el mejor alumno”-), cuyas elevadas tasas de crecimiento (bastante efímeras en el caso argentino) eran presentadas como modelo a seguir por el mundo “en desarrollo”. Y aún antes que aquéllos -señalando que se trata de una tendencia de larga duración-, los índices de crecimiento de los países más desarrollados experimentaron un sostenido descenso durante los últimos 30 años: los países de la OCDE pasaron de un promedio de 4,1% en la década de 1950 a uno de 3,5% en el quinquenio 1975-1980, y de allí a apenas el 1,5% entre 1990 y 1996[3]. A la “globalización tecnológica” le sigue, como la sombra al cuerpo, la “globalización de la miseria”, y un despojado “tercer mundo” se ha instalado y crece en el propio interior de las grandes potencias[4].
Más y más indicios se acumulan en los países desarrollados. La tasa de crecimiento de Alemania experimenta una visible caída, y lo mismo ocurre en la UE en su conjunto; la Fiat italiana se halla al borde del colapso; persiste el estancamiento de la economía japonesa; lo que se denomina “recuperación” de Rusia revela su dura realidad tanto en la declinación de sus fuerzas armadas como en el florecimiento de las mafias dentro y fuera del Estado. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) informó a mediados de junio pasado que la economía global había caído en el cuatrimestre anterior por primera vez en 20 años. Morgan Chase & Co. pronosticó que el crecimiento de la economía mundial para 2002 y 2003 será el más bajo en dos décadas: apenas el 1%[5]. China es prácticamente el único país que muestra por ahora tasas medianamente altas de crecimiento, aunque las fuertes protestas de campesinos y obreros fabriles, que trascienden la censura, revelan las profundas desigualdades que la “reconversión” china acarrea a sus mayorías, señalando los límites de su expansión.
La perspectiva de un agravamiento de la crisis empuja los constantes cambios de alineación y reformulaciones de alianzas que caracterizan el actual escenario político y estratégico internacional, y apura la búsqueda de posiciones ventajosas por parte de las grandes potencias con vistas a un escenario estratégico sumamente “móvil”. Europa apunta a consolidar y extender los alcances de su proceso de integración. China y Rusia han dado pasos en dirección a lo que llaman una “asociación estratégica”, que incluye acuerdos económicos, diplomáticos y militares[6].
Washington apela a la “huída hacia delante”: busca escapar de la crisis conquistando posiciones geopolíticas en base a su indiscutible superioridad militar, y reactivando su economía -como ha hecho recurrentemente desde el final de la Segunda Guerra Mundial- con inmensas inversiones en el complejo militar-industrial. Del mismo modo se esfuerza, particularmente en los países latinoamericanos donde sus intereses se han visto fuertemente afectados como consecuencia de la crisis, por utilizar su predominio financiero y el dogal de la deuda externa para forzar la adopción de medidas que afecten o debiliten las inversiones y los grupos económicos locales asociados con intereses de otras potencias.

“Globalizadores” y “globalizados”. ¿Dónde vive el “poder global”?


El fin de la guerra fría y del sistema bipolar de las superpotencias devino en la emergencia de una estructura mundial multicéntrica. Vuelven a evidenciarlo los múltiples tonos en que se manifiesta el repudio a una nueva guerra en la región del Medio Oriente y el Golfo Pérsico.
Los Estados Unidos constituyen hoy la única superpotencia global (económica, política, militar). Sin embargo, tras la profunda crisis de 1971 no han podido volver a detentar el grado de predominio que poseían en los años '50 y '60, y se ven precisados a recurrir cada vez más a su incuestionable superioridad militar para compensar los desafíos que en el campo económico, financiero y científico-tecnológico le plantean las potencias competidoras. El fortalecimiento de la Unión Europea se mide principalmente, hasta el momento, en términos económicos; a lo largo de la década se consolidó ­junto con los Estados Unidos y Japón­ como uno de los tres grandes centros de poder económico, tecnológico y político, y dio los primeros pasos hacia su autonomía militar. Rusia, a pesar de sus dificultades económicas, sigue siendo una gran potencia militar y política. China, tras más de dos décadas de ejecución de amplias reformas capitalistas, formula abiertamente sus aspiraciones a constituirse en nueva superpotencia. Todo esto en un mundo fracturado, donde el fin de la guerra fría dejó paso a guerras comerciales, pugnas estratégicas y otras expresiones de la competencia entre esos centros[7].
A fin de cuentas, la “caída” del Muro de Berlín puede haber motivado que celebraran el “fin de la historia” quienes no advirtieron entonces -y probablemente todavía no advierten-  que con la  crisis de la Rusia otrora soviética incorporada ahora plenamente al mercado mundial capitalista, las campanas no doblaban ya por la “muerte del comunismo”: más bien anunciaban los fuertes remezones económicos y políticos, que debiéramos desear no se comparen a los que siguieron a la gran depresión de los años '30 con el ascenso del nazismo y las tragedias de la Segunda Guerra Mundial. A la caída del “socialismo real” se sucede la caída del “capitalismo real”, es decir, de un capitalismo mitificado por la ideología de la globalización y del “efecto derrame” de los mecanismos de mercado[8].
Al ritmo de las sacudidas de la economía internacional son puestos así en cuestión los “modelos” y creencias sobre la marcha de la humanidad hacia un mundo sin crisis, unificado sobre los principios del capitalismo liberal y armonizado por acuerdos entre los mandatarios de los países más poderosos del planeta.
Las cumbres de los “países más industrializados” partidarios de la “economía de mercado” se iniciaron en 1975, y a partir de 1976 adquirirían regularidad anual, bajo la forma de un foro (el “G7”) donde los presidentes o jefes de gobierno de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Japón, Italia y Canadá establecen su agenda de prioridades y preocupaciones comunes y deciden iniciativas sobre temas económicos, políticos y concernientes a la seguridad, el medio ambiente, la deuda externa y otros asuntos.
A comienzos de la década de 1990, las prioridades del G7 se concentraron en la nueva asociación con los países de la ex órbita soviética y los problemas derivados del “estallido” de la Federación Yugoslava. Desde 1994 el G7 pasó a funcionar como “G7+1” para abordar temas específicamente políticos. Rusia se incorporó formalmente al grupo en 1998, constituyéndose entonces el “G8”. La agenda de las grandes potencias abordó los problemas de la economía mundial y del comercio internacional y las relaciones con los países “subdesarrollados”, y se amplió luego a cuestiones relativas al empleo, informática, medio ambiente, drogas, control de armas y otros. En esa agenda, los países del tercer mundo no son más que una referencia a los “peligros” derivados del subdesarrollo y la potencial “ingobernabilidad” del orden mundial vigente.
Las potencias congregadas en 1975 salían al cruce de una convergencia de circunstancias críticas, originadas por el colapso del sistema monetario de Bretton Woods en 1971, la paridad nuclear con los Estados Unidos alcanzada en esos años por la URSS, la gran crisis del petróleo que siguió a la guerra de Yom Kipur en 1973, y la consumación de la derrota norteamericana en Vietnam, con la caída de Saigón en 1975. El G7 nació, por lo tanto, en el contexto de la declinación relativa de la hegemonía estadounidense y coincidió, también, con la primera ampliación de la Comunidad Europea, que sumó al Reino Unido, Dinamarca e Irlanda a los seis miembros originales. Así, en sus orígenes ese foro permitió a potencias del “segundo mundo” conquistar un rol de mayor relevancia en los asuntos internacionales.
El G7/G8 se constituyó como un club poderoso y exclusivo, más oligárquico incluso que el grupo de miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. Sus “cumbres” fueron un importante instrumento político para legitimar la conducción de los asuntos internacionales de acuerdo al enfoque y las prioridades de sus miembros: suele denominarse “consenso” a los acuerdos contraídos por ese puñado de potencias “líderes”. Su misma autodesignación como “democracias industriales” revela el interés por lograr esa legitimación, ya que supone que existe una correspondencia directa entre el grado de desarrollo tecnológico-productivo y la promoción de los valores democráticos en todo el mundo (lo que está lejos de tener fundamento histórico: basta con imaginar la Alemania industrial de 1913 o de 1938...). Pero, en la medida que las “cumbres” del G7/G8 fueron institucionalizando su funcionamiento y adoptando orientaciones atinentes al conjunto de las relaciones internacionales, reclaman en los hechos facultades propias de un “gobierno mundial”, en forma paralela e incluso por encima de las Naciones Unidas.
Su rol en el actual escenario internacional es motivo de polémica. Hay quienes piensan que el G8 es un mero instrumento de los Estados Unidos para esquivar los compromisos emanados de instituciones multilaterales como la ONU y tratar con sus socios sobre una base bilateral o incluso unilateral.
Otros consideran que la persistente declinación del poderío norteamericano durante los últimos 25 años acrecentó los puntos vulnerables de esa potencia en el período de la pos-guerra fría. Aunque la relación de fuerzas entre las grandes potencias mundiales cambió notoriamente con la “revolución conservadora” de Reagan en los '80 y la prolongación de la contraofensiva estratégica norteamericana bajo Bush y Clinton en los '90, también se hicieron patentes las debilidades estadounidenses en el marco de la “globalización”, que llevan a Washington a depender fuertemente de la cooperación con sus aliados para afianzar un “orden mundial”, como pudo observarse con la serie de crisis financieras y “contagios” regionales que se sucedieron desde la crisis mexicana de 1994 y del sudeste asiático de 1997: el colapso del fondo de pensiones Long-Term Capital Management, en 1998, amenazó con el derrumbe a la economía norteamericana en su conjunto, requiriendo el precipitado apoyo de “los 7”. En consecuencia, los Estados Unidos necesitarían hoy del G8 para asegurarse la aceptación de sus políticas mundiales y para afirmar su condición hegemónica. Esos analistas hablan de una “nueva dependencia norteamericana”, gracias a la cual los otros miembros de “los 8” pueden modificar los objetivos y prioridades de Washington acorde a sus propios fines. Puesto que “los 8” representan más de la mitad del producto bruto mundial y detentan lo fundamental del poderío militar planetario, consideran “natural” la función de regencia que ese club ejerce, e incluso conciben que la presencia de la Unión Europea y la multiplicidad de “relaciones especiales” que sus miembros poseen con los países “del sur y del este” le da garantía de representatividad universal. Desde esta óptica, propia de potencias que aspiran a contrabalancear el poderío norteamericano, el G8 actuaría como un mecanismo “colectivo” apto para tener bajo control a los Estados Unidos, una superpotencia global pero debilitada[9].
Ahora bien: es evidente que si los EE.UU. han podido imprimir su sello a las orientaciones del G8 es porque algunos de sus principios fundamentales son compartidos por todos sus integrantes. Todos ellos, más allá de sus diversas configuraciones políticas, fueron durante los '90 firmes impulsores de las políticas neoliberales motorizadas a través de las organizaciones financieras y comerciales internacionales. En aras de esas políticas, todos pregonaron el “fin de las fronteras nacionales”. Y en nombre de la “mundialización” afirmaron la existencia de “problemas globales” que justificaban un pretendido “derecho de intervención” -e incluso el “deber de injerencia”- de las grandes potencias en los asuntos internos de otros países. Asimismo aceptaron el llamado “Consenso de Washington”, que moldeó las políticas económicas de las naciones en desarrollo[10].
Por eso, el G8 puede ser efectivo como un circunstancial ámbito de acuerdos entre las potencias, pero no constituye una garantía de armonía. Frente al “nuevo orden mundial” basado en la hegemonía estratégica norteamericana, Rusia, China y los países europeos alzan su reclamo a favor de un mundo multipolar. Tras los atentados del 11 de setiembre todas las grandes potencias se alinearon con Estados Unidos en su “guerra contra el terrorismo”; pero en nuestros días, a medida que se aceleran los preparativos de nuevos bombardeos de Washington sobre campos y ciudades iraquíes, vuelve a evidenciarse que los gestos de apenas un año atrás eran sólo concesiones temporales y relativas: la competencia -multifacética y omnipresente- entre esas potencias sigue siendo un rasgo estructural de nuestra época.
La profunda crisis rusa forzó la aproximación de Moscú a Washington. El presidente Putin acordó la reducción de su potencial estratégico, admitió sin chistar los ensayos misilísticos estadounidenses, ingresó en la OTAN y apoyó la “lucha contra el terrorismo”. Pero en la coyuntura internacional abierta por las nuevas amenazas militares norteamericanas contra Irak, realizó un convenio comercial con Bagdad por 40.000 millones de dólares, mantiene vigente el acuerdo de intercambio nuclear con Irán, y reafirma las relaciones con la República Popular de Corea; es decir, en un apenas disimulado desafío a Washington, ratifica e incluso amplía sus vínculos con los integrantes del llamado “eje del mal”.
En el último período, también los países europeos han ido abandonando su posición de alianza subordinada hacia los Estados Unidos, denunciando con creciente energía lo que califican de “unilateralismo” del gobierno de Bush y reivindicando su derecho a tener parte en las decisiones sobre los destinos del mundo. Cuestionan la tendencia de Washington a reclamar privilegios especiales y a no comprometer su firma en acuerdos multilaterales como los que dieron origen al Tribunal Penal Internacional y al Protocolo Ecológico de Kyoto[11]. Critican la transformación de las instituciones financieras y comerciales internacionales como el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio en voceros del “fundamentalismo de mercado” que pregonan los círculos dirigentes de Washington, a quienes acusan de ser “el verdadero eje del mal”[12]. Ello a pesar de que las propias socialdemocracias europeas acomodaron sus políticas desde los años '80 a la “globalización” liberal, y fueron en buena medida responsables del desguace del llamado “Estado de Bienestar” en sus respectivos países.
Agudas diferencias de enfoque han deteriorado la solidez de la alianza atlántica entre los Estados Unidos y Europa. La OTAN ya fue dejada de lado por Washington cuando el ataque de 1999 a Yugoslavia, y podría volver a serlo ahora. Una decisión norteamericana de invadir Irak originará seguramente un nuevo punto de divergencia. Los mismos dirigentes europeos que apoyaron la política norteamericana en Afganistán, en lo que se refiere a Irak exigen que Washington se atenga a las decisiones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La oposición europea a la ofensiva norteamericana en el Oriente Medio aceleraría el colapso de la alianza.
Durante la Guerra Fría, y especialmente en su segunda etapa entre 1960 y 1990, Europa fue el frente de batalla en la lucha bipolar entre Estados Unidos y la Unión Soviética; por eso constituyó un objetivo crucial de la política exterior norteamericana. Pero tras el fin del bloque soviético y especialmente con los atentados terroristas del 11 de setiembre, Washington pasó a centrar su atención en lo que sus líderes denominan “amenazas globales”. Una pronunciada divisoria de aguas separa a una Europa que reivindica el imperio de las instituciones internacionales, de unos EE.UU. que rechazan cualquier restricción a su poder. Es difícil que acuerdos de “cumbre” de un puñado de potencias sean resorte suficiente para zanjar la brecha.

¿”Gobierno mundial”?

El derecho que se arrogan las grandes potencias a modelar el mundo de acuerdo a sus propios intereses suele ser afirmado mediante la reivindicación del papel de los organismos mundiales multilaterales.
Pero, como señala Paul Kennedy, pese al rol creciente de las instituciones mundiales -por otra parte, y contradictoriamente, cada vez más debilitadas o contestadas-, como las Naciones Unidas, la OTAN, el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, el abordaje de los problemas originados por el fenómeno globalizador sigue requiriendo de acuerdos entre naciones; “aún cuando la categoría y las funciones del Estado hayan resultado erosionadas por las tendencias transnacionales, no ha surgido ningún sustituto adecuado para reemplazarlo como unidad clave a la hora de responder al cambio global”[13].
En verdad, aunque en la segunda mitad de los años ’60 y primera de los ’70 el ascenso de los países del Tercer Mundo logró incluir algunos de sus reclamos en la agenda admitida por los “grandes” en las Asambleas Generales de la ONU, esta institución fue y sigue siendo en lo fundamental un foro de acuerdos temporales entre las grandes potencias; en los marcos del sistema internacional imperante, cada conflicto a nivel mundial supone la intervención directa de los países más poderosos. Los intereses y estrategias de éstos son la fragua en que se moldean las bases del derecho internacional, lo que se traduce en la “doble medida” que caracteriza los juicios de valor de su Consejo de Seguridad: éste jamás se ha pronunciado en favor de la realización de inspecciones –ni menos por la lisa y llana destrucción-, sino apenas por la limitación, de los inmensos arsenales de armamentos nucleares, químicos y biológicos en poder de las grandes potencias, en buena medida responsables y beneficiarias del comercio internacional de armamentos tanto convencionales como “de destrucción masiva”.
Sobre el trasfondo del precario equilibrio existente entre los diversos polos del poder mundial, se verifica un debilitamiento global de la gravitación política del mundo periférico. Por un lado, durante las décadas de 1970 y 1980 los efectos de la crisis económica mundial fueron descargados principalmente sobre esos países. Por el otro, las condiciones en que se desarrolló la rivalidad entre las dos superpotencias en el período bipolar fragmentaron y debilitaron las tendencias tercermundistas y nacionalistas.
Una de las manifestaciones de este fenómeno es la notoria pérdida de peso político del Movimiento de Países No Alineados, mientras se acrecienta correlativamente el de las grandes potencias. Para Joseph Nye, el fin de la bipolaridad hizo que el funcionamiento del poder en la política mundial se hiciera “menos coactivo”, pero la necesaria estructuración del nuevo orden deviene del papel rector de ciertas “potencias estructurantes”, como los EE.UU.[14].
Esas atribuciones auto-concedidas fueron históricamente cuestionadas por los países dependientes y subdesarrollados, y las instituciones mundiales que les sirven de escenario son entendidas como un instrumento de dominación económica en manos de las grandes potencias, en particular aquéllas que utilizan la ayuda financiera para imponer políticas de apertura y ajustes estructurales favorables a los intereses de los países “centrales”.
El aporte de Joseph Stiglitz, ex vicepresidente del Banco Mundial, consiste en haber confirmado “desde dentro” los reiterados señalamientos que se han hecho sobre el papel de los organismos financieros. Para Stiglitz, las políticas aplicadas por esas instituciones desde los años '80 han desvirtuado y revertido sus ideas e intenciones originales, reemplazando la orientación keynesiana -que señalaba las fallas del mercado y el necesario papel del Estado en la generación de empleo- por la sacralización del “libre mercado” y la imposición de políticas de austeridad fiscal, privatizaciones y liberalización de mercados, dentro de los lineamientos del llamado “Consenso de Washington” entre el FMI, el Banco Mundial y el Tesoro de los Estados Unidos sobre las orientaciones generales a impulsar en los países “subdesarrollados”[15].
Stiglitz denuncia el “fundamentalismo de mercado”, el burocratismo y la falta de transparencia de las conducciones del FMI y el BM; éstas –señala- impusieron grados de austeridad que originaron recesión y ritmos de privatización que generaron desempleo. En su marcha argumental, Stiglitz desmenuza los factores que demuestran la grave responsabilidad de la línea predominante en esas instituciones durante las dos últimas décadas en los “males” causados por el proceso de globalización, y particularmente en las crisis del sudeste asiático y de Rusia. La Argentina de los ’90 es un ejemplo recurrente en su libro, demostrativo de la naturaleza destructiva de tales políticas.
Para algunos la Argentina fue también, a partir del 2001, el “laboratorio” en que se ensayaron los efectos de la nueva línea dura del FMI, iniciada con el arribo de George W. Bush a la presidencia de los Estados Unidos, principal accionista de ese organismo. Tras los masivos rescates que caracterizaron la década de los noventa, el FMI habría reorientado ahora sus líneas de modo que los costos de potenciales default sean cargados en la cuenta del propio país deudor y sus acreedores. Y se destaca que, antes como ahora, el Fondo sólo ha sabido correr detrás de los acontecimientos, incapaz en el corto plazo de hacer “medicina preventiva” y de tender buenos “cordones sanitarios” pasibles de prevenir contagios financieros como los que aquejan a los países vecinos de la Argentina y, en el largo plazo, de pergeñar recetas distintas del mero ajuste fiscal[16]. Pero se olvida a veces que las decisiones del Fondo Monetario no suelen encuadrarse en los moldes de la “economía pura” sino en los de la política mundial, y que en sus consideraciones suelen pesar decisivamente -entre otras cosas- las evaluaciones que los timoneles de la institución internacional -ligados siempre a los intereses de las “potencias estructurantes”- hacen sobre los gobiernos más que sobre los países destinatarios de los fondos.
Stiglitz señala, precisamente, que las condiciones económicas y a menudo políticas que acompañan siempre la concesión de préstamos por el FMI “convierten el préstamo en una herramienta de política”, al punto que tales condiciones han podido ser tachadas de neocolonialistas[17]. Políticas, por otra parte, caracterizadas por un notorio “doble rasero”: sus gestores, en nombre de la “libertad de mercado”, por un lado se oponen a establecer controles para los capitales especulativos, dan luz verde a la existencia de paraísos fiscales y permiten o promueven el endeudamiento externo de los países pobres; pero por el otro exigen a las naciones deudoras rigurosas políticas de ajuste que restringen el consumo y aumentan la desocupación y la pobreza[18].
Sin embargo, al proponer como solución lo que denomina una “gobernancia” mundial (governance), una suerte de mecanismo supranacional facultado para imponer urbi et orbi iniciativas regulatorias -como podrían ser el establecimiento de un banco central con jurisdicción internacional[19], o restricciones a los flujos financieros transfronterizos mediante la famosa “tasa Tobin”- las buenas intenciones de algunos de estos economistas críticos como Gilpin o Stiglitz acabarían favoreciendo nuevas formas de intervencionismo de las metrópolis, ya que tales iniciativas no cuestionan la naturaleza de los Estados que prevalecerían en esos organismos internacionales de regulación económica y financiera.
Lo dicho puede hacerse extensivo también al Foro Económico Mundial de Davos, úna institución privada con asiento en Ginebra que desde 1971 congrega a una élite de altos ejecutivos de monopolios multinacionales, políticos y dueños de medios de comunicación, y a los “think-tanks” del pensamiento neoliberal. Participan de él los jefes del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y de la Organización Mundial de Comercio (OMC), que comandan el actual proceso de globalización.
Reflejo del papel preponderante adquirido por las grandes multinacionales en la economía mundial, Davos es el símbolo del dogmatismo neoliberal que proclama el achicamiento del Estado y las privatizaciones, la liberalización de los mercados y del capital, la rebaja de los impuestos a los consorcios empresariales y el recorte del gasto social, es decir las formas “salvajes” del capitalismo que se impusieron mundialmente a partir de los '80. Davos es un foro aristocrático y excluyente donde una élite de grandes empresarios y funcionarios de los organismos financieros internacionales busca establecer consenso sobre problemas económicos y políticos, concertar negocios importantes y acuerdos políticos y definir una “agenda global”.
En buena medida, Davos se constituyó en el “Consejo ejecutivo” que determina las líneas centrales de lo que se tratará y aprobará en las reuniones del G8. En el 2002, en forma extraordinaria y a modo de respuesta a los atentados del 11 de setiembre, el Foro Económico Mundial trasladó sus sesiones de enero a Nueva York donde, a más de sus prioridades relativas a desarrollo “sustentable” y otros, se sumó la cuestión del “terrorismo global”.
Estos rasgos que asume el proceso de “globalización” contribuyen a alzar frente a él una creciente resistencia a nivel nacional e internacional. Los pueblos sudamericanos se han constituido de hecho en la avanzada de la lucha en defensa de la soberanía nacional y contra la apropiación y extranjerización de sus recursos naturales y de sus empresas estatales productivas y de servicios. En Bolivia, Paraguay y Perú, movimientos populares muy amplios lograron revertir las concesiones. En la Argentina, las manifestaciones de protestan de diciembre de 2001 no sólo hicieron caer un gobierno sino que arrojaron una luz intensa sobre la desarticulación del Estado, la extranjerización de la economía y la pauperización de vastos sectores de la población.
Paralelamente, lejos de aceptar la actual globalización como un fenómeno inevitable, grandes manifestaciones de protesta acompañaron las “cumbres” de los grandes poderes económicos y políticos de la tierra, como sucedió en Seattle, Davos, Quebec, Washington y Génova. Se movilizaron allí un amplio abanico de fuerzas e instituciones no gubernamentales o corporativas que incluyeron a organizaciones sindicales y campesinas de diversas partes del mundo, movimientos ecuménicos, defensores del medio ambiente y de los derechos humanos, agrupamientos críticos del capital especulativo, activistas de los años ´60 y de los ´90. Reunidos bajo el reclamo de “Justicia Global”,  hicieron recordar “que el fin de la guerra fría no significó el fin de la historia sino, probablemente, sólo el comienzo de un nuevo tipo de toma de conciencia”[20], que indudablemente reclama formas originales de articulación con los movimientos nacionales contra la dominación económica y política, la desigualdad social y la pobreza.
En enero de 2001, en paralelo con la 30ª edición del Foro de Davos, tuvo lugar el nacimiento del Foro Social Mundial de Porto Alegre (que volvió a reunirse un año más tarde), organizado por entidades y movimientos sociales de distintos países. Impulsado por la búsqueda de una contestación “global” a las políticas neoliberales el Foro de Porto Alegre propone una “globalización de la solidaridad” frente a la “globalización neoliberal”. En su seno participan delegaciones de trabajadores, campesinos, pueblos indígenas, mujeres, estudiantes, iglesias, redes ciudadanas, autoridades locales, y ONGs de América, Europa, Asia, Africa y Medio Oriente. El Foro Mundial Social de Buenos Aires, en agosto del 2002 constituyó una prolongación de los de Porto Alegre y, a la vez, un anticipo de futuros foros alternativos.

Conclusiones                                                                                                                           


El 11 de septiembre no constituyó el inicio de una nueva era en las relaciones internacionales como se presagiaba, ni se produjeron cambios significativos en la distribución del poder en el mundo. Como afirma Gobbi, “el terrorismo, la intervención y la más reciente globalización no constituyen peculiaridades de esta época... sino procesos casi permanentes de la vida mundial”[21]. Pero tampoco surgió de esos hechos un nuevo eje duradero de alianzas internacionales. Se afianzaron, sí, las tendencias hegemonistas de la superpotencia norteamericana, volcadas aún más hacia estrategias de acción unilateral basadas en su poderío militar. La misma OTAN, creación de los Estados Unidos dirigida a alinear a los países “socios” detrás de sus estrategias en el mundo de la guerra fría, fue en verdad dejada de lado ya durante la guerra contra Yugoslavia en 1999.
La expansión del poderío imperial norteamericano tiene un capítulo particular en América del Sur, donde una compleja y multinacional trama de intereses -vinculada tanto al narcotráfico como a la llamada “guerra contra las drogas”, y potencialmente a un nuevo escenario de la “guerra contra el terrorismo”- apenas encubre ambiciones relacionadas con los recursos energéticos y ambientales de nuestros países[22].
En este contexto, el ALCA actuaría de hecho como un marco “americano” de absorción y subordinación de las economías sudamericanas por el “gran hermano”. Frente al proyecto de Washington se alza la conformación del Mercosur como un eje alternativo, asociado considerablemente a los consorcios de la Unión Europea radicados en la región; un eje a partir del cual se proyecta una asociación inter-regional de carácter global, ofrecida como una oportunidad para que los países de nuestra región diversifiquen sus relaciones económicas y afirmen su identidad nacional. La cristalización de cualquiera de estas vías de asociación implicaría de hecho volcar decisivamente hacia uno de los lados la “relación triangular” en la que se traduce la potente rivalidad entre las grandes potencias por el predominio en América Latina. En el contexto del extraordinario agravamiento de la vulnerabilidad externa de nuestras economías, tal “triangularidad” no hace más que acentuar el desgarramiento[23].
Pero, un mundo multicéntrico en el que las diversas áreas del “poder” se presentan repartidas entre distintas potencias no atenúa las contradicciones, ya que perdura el peligro de acrecentadas disidencias comerciales e incluso de nuevas confrontaciones bélicas derivadas de ambiciones imperialistas. Sin embargo, la división del “poder global” también crea mayores brechas a través de las cuales los pueblos y naciones pueden hacer oír sus necesidades y avanzar sus reclamos. Más que la emergencia de un supuesto “imperio global”, la experiencia de las últimas dos décadas reactualiza la vigencia de viejas formas de “imperialismo” como concepto que da cuenta del mundo actual.[24]
¿Qué significa hoy la “globalización” para las mayorías del mundo? Enajenación de recursos, destrucción de los mercados internos, despidos masivos, recortes salariales, crecimiento de la enfermedad, el hambre y la pobreza, guerra y destrucción del medio ambiente son algunos de sus efectos, multiplicados por las políticas que, acordadas por los círculos dirigentes de los mayores poderes de la tierra, toman cuerpo en las “recomendaciones” e imposiciones del FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, a través de “Programas de Ajuste Estructural” que fuerzan a las naciones mas pobres y endeudadas, a practicar medidas de “austeridad” y privatizaciones catastróficas para el desarrollo independiente y autosostenido. Mientras tanto, Europa y EE.UU. cierran sus fronteras y levantan trabas insuperables al comercio de aquéllas.
El mundo se halla hoy en una peligrosa encrucijada. En este sentido, el verdadero drama que se plantea sobre la cuestión de Irak no es si un nuevo conflicto contará con el consenso de las potencias aliadas y el respaldo de las instituciones multilaterales donde esas potencias llevan la voz cantante, sino si será posible -y en qué condiciones- revertir la creciente fragmentación del escenario internacional, ahogar las chispas que amenazan al mundo con nuevos e impredecibles padecimientos, y alentar un tipo de universalismo fundado en el pleno ejercicio de las soberanías nacionales y en el desarrollo económico independiente de países y regiones en el marco de una distribución más equitativa de la riqueza a nivel mundial.


* Mario Rapoport es Director del Instituto de Investigaciones de Historia Económica y Social de la UBA (IIHES), Investigador Principal del Conicet, Profesor Titular en las Facultades de Ciencias Económicas y Ciencias Sociales de la UBA y autor o coautor de varios libros, entre los cuales Historia económica, política y social de la Argentina, 1880-2000 y El Cono Sur. Una historia Común. Rubén Laufer es investigador del IIHES, Profesor Adjunto en la FCE de la UBA y autor de diversos trabajos sobre historia económica y relaciones internacionales.
[1] La Nación, Economía & Negocios, 22/6/2002, p. 4.
[2] Clarín, 27/7/2002. Ver también: “Una década de déficit en la mayor economía del mundo”, artículo de The Economist, en La Nación, Economía & Negocios, 22/6/02, p.4; y “Baja bursátil por temor a una recesión global”, íd., 6/8/02, p.2.
[3] Cf. Mario Rapoport: “La globalización económica: ideologías, realidad, historia”. En Ciclos en la historia, la economía y la sociedad Nº 12, 1er. semestre 1997.
[4] “Oculta por largo tiempo tras la imagen hinchada de la abundancia, el hambre ha reaparecido en esta ciudad [Nueva York] y se está extendiendo a causa del creciente desempleo y subempleo. ...Más de un millón de residentes neoyorkinos depende de las entregas de comida o de su asistencia a comedores vecinales para alimentarse. ...Más de 800.000 neoyorkinos de bajos ingresos reciben ayuda en la forma de cupones para comida, pero existen por lo menos otros tantos que no los tienen, aunque están en condiciones similares”. The New York Times. Reproducido por La Nación, 23/8/02.
[5] El Fin de la Era Dorada Global”, por Jeremy Brecher y Tim Costello, Znet, 14/6/02. El economista y profesor de Harvard, Jeffrey Sachs se pregunta: “El reventón del ciclo expansivo [en Estados Unidos] ¿no alentará un derrumbe económico que se extenderá al resto del mundo?”. “Tormenta sobre Wall Street”. La Nación, 7/8/02, p. 17.
[6] Uno de los más significativos fue la “Declaración conjunta ruso-china sobre un mundo multipolar y el establecimiento de un nuevo orden internacional”, adoptada en Moscú el 23/4/1997. El Banco Central de Rusia y el Banco del Pueblo de China acaban de acordar que a partir de 2003 las cuentas interbancarias se ajustarán en rublos y yuanes, excluyendo al dólar.
[7] Rubén Laufer: “América Latina entre Estados Unidos y Europa. Una relación triangular en el escenario 'global'“. En La Gaceta de Económicas, agosto 2002.
[8] Mario Rapoport: Entrevista en Página/12, 19-8-2002, p. 14.
[9] John Kirton (Centre for International Studies, University of Toronto): “United States Foreign Policy and the G8 Summit”. Chuo University, Japan, 6/7/2000. También: “The Significance of the Seven-Power Summit”, g8info@library.utoronto.ca.
[10] Rubén Laufer y Claudio Spiguel: “Intervencionismo en el mundo 'globalizado': ¿Ruptura o continuidad del 'viejo orden'? Estado nacional, soberanía e intervención en el proceso histórico mundial del siglo XX”. En IIIas. Jornadas de Historia de las Relaciones Interna­cionales, Globalización e Historia.. Tandil, 26-27-28 de junio de 1996. Imprenta del Congreso de la Nación. Buenos Aires, 1998.
[11] “El unilateralismo norteamericano ayuda a aflojar los lazos”, Por R.C. Longworth, Chicago Tribune, 28/7/2002, p. 1.
[12] Ignacio Ramonet: “El eje del mal”. Le Monde Diplomatique, marzo 2002, p. 40.
[13] Paul Kennedy, Hacia el siglo XXI, Barcelona, 1993, pp. 165-172.
[14] Citado en Laufer y Spiguel: “Intervencionismo...”, p. 109.
[15] Joseph Stiglitz: El malestar en la globalización. Buenos Aires, Taurus, 2002, p. 44.
[16] Jorge Carrera: “El nuevo papel del FMI”. Clarín, 2/9/2002.
[17] Joseph Stiglitz: op. cit., p. 77.
[18] Mario Rapoport: “Los rebeldes de la globalización”. Clarín, 23-4-2000.
[19] Cf. Robert Gilpin, Global political economy. Understanding the international economic order. Princeton University Press, 2001.
[20] Mario Rapoport: “Los rebeldes...”, Clarín, 23-4-2000.
[21] Hugo Gobbi, Orden y Desorden Internacional, Buenos Aires, GEL, 2002, pág. 27.
[22] Mónica Hirst, José Paradiso, Roberto Russell y Juan Tokatlián: “La agenda que nos dejó el 11/9”. Clarín, 2/9/2002.
[23] Rubén Laufer: “América Latina...”. En La Gaceta de Económicas, agosto 2002.
[24] Ver en este sentido la polémica desatada por el libro de Hardt y Negri: Michael Hardt y Antonio Negri,  Imperio, Buenos Aires, Paidós, 2002; Atilio A. Borón, Imperio e Imperialismo. Una lectura crítica de Michael Hardt y Antonio Negri, Buenos Aires, Clacso, 2002.